Las proclamas supuestamente pacifistas de unos y otros quedan invalidadas de inmediato por la realidad sobre el terreno y por unas decisiones que demuestran que la paz no parece estar a la vuelta de la esquina
El doble rasero de Europa ante Ucrania y Palestina
Es absolutamente extraordinario en cualquiera de los 56 conflictos activos en diferentes rincones del planeta que haya algún actor combatiente que exprese abiertamente sus ansias de poder y su voluntad de aplastar al contrario.
Eso es lo que también sucede en Ucrania, aunque las proclamas supuestamente pacifistas de unos y otros quedan invalidadas de inmediato por la realidad sobre el terreno y por unas decisiones que demuestran que la paz no parece estar a la vuelta de la esquina.
Donald Trump procura alimentar su imagen de supuesto pacificador planetario, tratando de convencer a propios y extraños de que las negociaciones para llegar a un acuerdo aceptable para Rusia y para Ucrania “van muy bien”. De ese modo, trata no solo de hacer olvidar su estrambótica proclama de terminar con el conflicto en 24 horas, sino también que su verdadero objetivo es salirse de un escenario en el que los intereses vitales estadounidenses no están en juego y en el que los costes ya superan a los beneficios que pueda obtener.
Calcula que, de ese modo, podrá concentrar más la atención en la región del Indo-Pacífico, donde China le plantea un desafío en el que está en juego su liderazgo mundial. En esa misma línea, sueña con que el acercamiento a Moscú acabe provocando la ruptura, o al menos el debilitamiento, del vínculo que une a Rusia con China. En todo caso, no parece que, de momento, haya logrado que Rusia se acomode a su dictado más que en aquello que le sirve a Vladímir Putin para mostrar una imagen de difuso consentimiento a que la negociación diplomática siga adelante.
Por su parte, Putin dice estar también a favor de la paz, aunque inmediatamente añade que Ucrania no la desea y que, desgraciadamente, no tiene un interlocutor válido con el que negociar, dado que considera a Volodímir Zelenski un gobernante ilegítimo (en sintonía con lo que Trump sostiene cuando se atreve a tildarlo de dictador). En el mejor de los casos, cabe imaginar que Putin desee un acuerdo, entre otras cosas porque es consciente de que militarmente el dominio absoluto de Ucrania está fuera de su alcance.
Pero eso no equivale automáticamente a una paz justa y duradera. Basta con recordar que, con la inestimable colaboración de Trump, Moscú ya ha conseguido de partida que los términos de un futuro acuerdo incluyan la pérdida para Ucrania de una parte sustancial de su territorio (aunque no llegue a reconocerlo de iure), la renuncia a su entrada en la OTAN y la desmilitarización del país (en una medida todavía por concretar, pero suficiente para que Moscú pueda conservar una relación de fuerzas abrumadoramente superior a la de su vecino).
Desde ese punto de partida, Putin ha añadido nuevas condiciones cada vez que Trump ha intentado impulsar la negociación, sea para volver a integrar a sus bancos en el sistema SWIFT, para aliviar alguna de las sanciones que se le han aplicado en estos últimos tres años o para recuperar la presencia de sus buques en el mar Negro (lo que le está sirviendo para aumentar los bombardeos desde esas aguas contra objetivos ucranianos).
Y si todavía quedara alguna duda sobre las verdaderas intenciones de Rusia, mientras los ataques y bombardeos siguen siendo una macabra realidad cotidiana, ahí está el decreto firmado por Putin el pasado 31 de marzo, poniendo en marcha un nuevo proceso de reclutamiento obligatorio de 160.000 efectivos. Se trata del reclutamiento más voluminoso desde 2011 y va acompañado de los planes para llegar a contar con unas Fuerzas Armadas de 1,5 millones de efectivos para finales de esta misma década.
Medidas, en resumen, que difícilmente encajan con el artificioso discurso de paz que tan sabiamente emplea el mismo Putin que acaba de ordenar el inicio de una ofensiva general en la región noroccidental de Sumi.
Entretanto, Zelenski agota sus últimas fuerzas en mantener su propio liderazgo en la escena nacional, convencer a sus aliados europeos de que aumenten su apoyo y resistir la presión de Washington. Y en esos tres ámbitos el viento parece soplar en su contra. En el primero, son cada vez más sonoras las críticas internas contra su gestión, tanto por parte de una ciudadanía que sufre un creciente deterioro en sus condiciones de vida, como por parte de unos militares que asisten a una constante fuga de desertores y comprueban que la movilización no basta para cubrir las pérdidas en combate y para crear nuevas unidades que puedan servir para hacer frente a la ofensiva rusa que sus altos mandos prevén para esta misma primavera.
En cuanto a los aliados europeos, y ante la perspectiva de que Washington decida soltar lastre, Zelenski asiste inquieto a la sucesión de reuniones políticas y militares que siguen debatiendo sobre el grado de implicación futura, aportando más fondos para evitar el colapso de la economía nacional y comprometiéndose a darle garantías de seguridad si finalmente se firma algún tipo de acuerdo.
Por último, Zelenski teme, con razón, que Trump no solo le obligue a claudicar ante Putin, sino que también aproveche la extrema debilidad ucraniana para hacerse con sus riquezas mineras. Malos tiempos para la paz en Ucrania.