Tanto en las declaraciones como en las decisiones del presidente de EEUU es posible vislumbrar la existencia de un plan que ha pergeñado con un objetivo muy claro: revertir el declive del país como líder mundial
Historia de un volantazo: Trump prometió no dar marcha atrás con los aranceles, pero acabó cediendo a la presión
Son tantos sus dislates, sus giros de guion y su histrionismo que podría parecer que lo único que explica el comportamiento de Donald Trump desde su regreso a la Casa Blanca viene dictado por su deseo de venganza, su narcisismo y su capacidad de improvisación para producir impactantes titulares a escala global.
De ese objetivo —que cabe identificar ya en la agenda de sus predecesores, al menos en lo que llevamos de siglo— se derivan dos claras líneas de acción: evitar a toda costa que su principal rival estratégico, China, pueda sustituir a EEUU como hegemón mundial y recomponer los graves desequilibrios de la economía estadounidense. La aplicación urbi et orbi de aranceles comerciales es, a pesar de que a primera vista pudiera parecer lo contrario, solo un instrumento más de una estrategia que va mucho más allá.
China —aprovechando extraordinariamente su acceso a la Organización del Comercio (2001), su capitalismo de Estado y su demostrada capacidad para el espionaje industrial— se ha convertido hace tiempo en la fábrica del mundo. De igual modo, su desarrollo tecnológico le ha permitido dotarse de unas capacidades militares que ya cuestionan el dominio estadounidense en el área Indo-Pacífico, con una industria de defensa capaz de construir más y mejores buques de guerra, así como dotarse de misiles hipersónicos que pueden penetrar cualquier escudo antimisiles.
Más aún, en el marco de la actual revolución tecnológica ha quedado claro que quien logre adelantarse en el terreno de la computación cuántica, la inteligencia artificial y la producción de semiconductores de alta gama habrá conseguido una ventaja estratégica tan relevante como la que supuso el monopolio nuclear del que Washington gozó al principio de la Guerra Fría. Y en ese ámbito tan sofisticado China no solo aparece como el principal productor y procesador de las codiciadas tierras raras, sino como un temible innovador que está acortando a ojos vista la ventaja de la que hasta ahora ha gozado EEUU (sirva DeepSeek como una simple señal de ello).
Por lo que respecta a los desequilibrios económicos de EEUU, es una realidad que se viene arrastrando desde hace décadas, aunque la preeminencia del dólar y de los bonos del Tesoro como productos de reserva globalmente atractivos han permitido, junto a su peso específico en las instituciones económicas mundiales, prolongar la hegemonía estadounidense hasta hoy.
Nada de eso ha evitado, sin embargo, la pérdida de competitividad de su base industrial, la obsolescencia de sus infraestructuras y servicios públicos y un enorme déficit comercial. Consciente de que esa situación es indeseable si no quiere verse superado definitivamente por Pekín, Trump ha optado por utilizar la imposición de aranceles como un instrumento del que pretende obtener distintos resultados.
Si se tiene en cuenta que ya desde los tiempos de Obama estaba clara la identificación de China como el principal rival estratégico, queda claro que, a diferencia de lo que ocurre con otros países, la imposición de aranceles a Pekín no es coyuntural ni meramente instrumental. Por el contrario, es solo una parte más de una política que incluye el cierre de puertas a la exportación a China de productos que puedan servirle para cerrar la brecha tecnológica que todavía existe actualmente a favor de Washington.
Esta postura busca también dificultar el acceso de los productos chinos al mercado estadounidense, no solo de manera directa, sino amenazando con represalias a muchos otros países para que no caigan en la tentación de servir de suministradores de materias primas relevantes en la mencionada competencia tecnológica o como vías de escape a la contención que EEUU está abiertamente aplicando a China en todos los órdenes (incluido el militar).
Con el resto de países afectados por su obsesión arancelaria, lo que busca en primer lugar es eliminar el abultado déficit comercial que EEUU registra desde hace años. Partiendo de una equivocada visión económica que le hace ver indeseable por definición el déficit de la balanza comercial, aspira a que sean muchos los países que terminen por aceptar mansamente su decisión, en la medida en que —sea por razones de seguridad, comerciales o financieras— acepten el abuso antes de quedarse fuera de la órbita de Washington.
Y ya puestos a soñar, también cuenta con que eso hará que muchos inversores y empresarios decidan trasladar sus fábricas y negocios a territorio estadounidense —potenciando así la reindustrialización del país—, sin olvidar su confianza en que se registrará un extraordinario aumento de los ingresos aduaneros que servirán para financiar la próxima bajada de impuestos prometida a sus simpatizantes.
Dice saber que la apuesta va a provocar algunos problemas a los consumidores y a la economía estadounidense; pero proclama insistentemente que será un efecto transitorio, antes de que todo brille de nuevo. En esa línea hay que entender su reciente decisión de pausar la aplicación de muchos de dichos aranceles durante 90 días, calculando que en ese tiempo se habrá calmado la inquietud de los mercados financieros, mientras decenas de países (¿también la Unión Europea?) acabarán plegándose a sus órdenes (o besándole el culo, como él mismo ha profetizado).
En definitiva, Trump tiene un plan preñado de supremacismo imperialista, revanchismo y autocomplacencia. Otra cosa es si le funcionará o no (queda por ver si la UE aceptará retroceder en su sistema regulatorio o si China se plegará al castigo). A fin de cuentas, como atestiguaba el mejor filosofo del mundo boxístico del pasado siglo, Mike Tyson, “todos tienen un plan hasta que reciben el primer puñetazo en la boca”.