El triunfo de Boris Johnson es el fruto de tres palabras mágicas. Get Brexit Done. Hacer realidad el Brexit. Ese mantra, que ha repetido hasta la saciedad durante la campaña, le ha otorgado más escaños que a cualquier otro líder conservador desde 1987 y ha situado al Reino Unido a las puertas del final de su relación con la Unión Europea, que arrancó de la mano de otro premier conservador en 1973.
"Hacer realidad el Brexit" es un eslogan hueco. Pero su sencillez, su tono imperativo y su conexión con el hartazgo de la población han podido más que la letra pequeña, y el Reino Unido saldrá de la UE en los próximos días a la espera de una negociación que se adivina difícil sobre un futuro acuerdo comercial.
Johnson ha logrado la proeza de empujar al triunfo a los tories en distritos del norte de Inglaterra donde no ganaban desde los prolegómenos de la II Guerra Mundial. Esas circunscripciones textiles, siderúrgicas o mineras, que fueron arrasadas por la reconversión industrial en los años 80 y que mantuvieron vivo el odio a Margaret Thatcher primero y luego el rechazo visceral a los recortes de David Cameron, votaron anoche por primera vez en muchas décadas por un candidato conservador.
Me refiero a feudos laboristas como Leigh, Bishop Auckland o Sedgefield, el distrito al que representó durante décadas del premier laborista Tony Blair. Esa Inglaterra post-industrial, envejecida, sin formación universitaria y sin horizontes se ha entregado esta vez a un primer ministro millonario y elitista, que se educó en Eton y en Oxford, y que hasta ahora apenas había puesto un pie en el norte del país. Son ciudades pequeñas con una Sanidad deficiente y una renta per cápita paupérrima, donde ha germinado el rechazo a la Unión Europea y el odio a la inmigración. El padre de Billy Elliott y los parados de Full Monty habrían votado este jueves por Johnson. Quizá también los obreros venidos a menos de las películas de Ken Loach.
Por supuesto, el triunfo de Johnson tiene que ver con algunos factores exógenos. El premier se benefició de la dispersión de los votantes europeístas en varios partidos y de la retirada estratégica de los candidatos del partido de Nigel Farage. Es importante recordar que en el Reino Unido no se celebra una sola elección sino 650 elecciones distintas en 650 distritos uninominales. El candidato que gana en cada uno de esos distritos es elegido y los que pierden se quedan fuera aunque logren un voto menos que el ganador. Aglutinar en torno a un solo partido los votos de toda la derecha antieuropea es muy rentable. Menos de la mitad de los votos otorgarán a los conservadores una mayoría absoluta apabullante que les permitirá transformar el país.
El triunfo de Johnson es el fruto de un eslogan eficaz y de un sistema electoral favorable. Pero no habría sucedido en estos términos si hubiera tenido enfrente otro rival. Jeremy Corbyn era un candidato débil, demasiado escorado a la izquierda y más impopular que cualquier otro líder británico desde la II Guerra Mundial.
Corbyn era además el peor aspirante posible para este momento político: acorralado por su connivencia con el antisemitismo, dispuesto a negociar otro referéndum de independencia en Escocia, decidido a endeudarse y a renacionalizar los trenes, la electricidad y el servicio de correos como si fuera posible devolver al país a los años 60 y sobre todo incapaz de explicar su posición en el asunto que definirá durante décadas el futuro del país.
Empujado por sus diputados y a regañadientes, Corbyn se comprometió a convocar un segundo referéndum sobre la salida del Reino Unido de la UE. Preguntado por su rival y por un sinfín de periodistas, fue incapaz de explicar por qué opción haría campaña en ese segundo referéndum. En ningún momento logró articular su posición sobre el problema más grave y más urgente del país.
El líder del laborismo nunca ha sido un político europeísta pero además estaba atrapado por las circunstancias: su futuro político dependía de circunscripciones del norte de Inglaterra que votaron en masa a favor del salir de la UE en 2016. Y sin embargo hay un detalle que debería hacer reflexionar a sus incondicionales. Este partido conservador, que sumió al país en la pesadilla del Brexit por sus disensiones internas y que ha sido incapaz de completar el proceso durante tres años, ha arrasado esta vez enarbolando precisamente la bandera del Brexit y ha infligido una derrota brutal a Corbyn después de tres primeros ministros distintos y nueve años en el poder.
Nunca sabremos si un candidato moderado y europeísta hubiera arañado más votos en las ciudades y en los suburbios del sur de Inglaterra y hubiera evitado la salida del Reino Unido de la UE. Pero estas cifras del distrito rico de Kensington apuntan que muchos votantes europeístas no se vieron con fuerzas de votar por Corbyn ni tapándose la nariz.
El último factor que explica el triunfo de Johnson es su conexión inequívoca con los votantes. Su desaliño impostado, los chistes sobre los filósofos presocráticos, el extraño encanto del caradura son cualidades inmateriales que han ayudado a construir esa imagen de líder heterodoxo que ha conquistado a quienes se fían más de sus instintos que de lo que dice un programa electoral.
Johnson dejó de ir a varios debates y esquivó como pudo a reporteros locales y entrevistadores con colmillo. Entretanto, deambuló por la campaña repartiendo botellas de leche de madrugada e inspeccionando merluzas en las lonjas. Responder a las preguntas de un periodista es mucho más arriesgado que besar perros y bebés.
Los conservadores difundieron más falsedades que ningún otro partido, expulsaron de su autobús a los periodistas del Daily Mirror y se hicieron pasar por una organización independiente de fact-checking durante un debate electoral. Estas y otras polémicas desataron la cólera digital de los votantes que todavía piensan que la prensa debe poder controlar al poder. Pero apenas han importado a los votantes del primer ministro, que en su mayoría se informan todavía por medios ajenos a Internet.
Se podría decir que el seísmo político de este jueves ha hecho esfumarse el espectro de Margaret Thatcher, que ha iluminado y envenenado la política británica durante cuatro décadas. Los conservadores heredaron su desprecio por los sindicatos y sus contradicciones sobre Europa. El laborismo sólo volvió al poder cuando heredó su legado económico de la mano de Tony Blair y Gordon Brown.
Estos conservadores son muy distintos de los de la Dama de Hierro: más eurófobos, más homogéneos y menos liberales, de orígenes menos humildes y con una concepción distinta del poder.
La pregunta clave es qué tipo de primer ministro será ahora Boris Johnson. Muchos de sus votantes viven en las circunscripciones empobrecidas del norte de Inglaterra. Necesitan ayudas públicas, ambulatorios, mejores líneas de autobús. Es una realidad que no conocen ni Johnson ni su entorno de urbanitas, educados en Oxford y en Cambridge como casi todos los políticos de su generación.
¿Se alejará Johnson para siempre del thatcherismo? ¿Girará al centro después de los mensajes xenófobos de la campaña? ¿Volverá al conservadurismo compasivo y estatista de viejos patricios como Harold MacMillan o Edward Heath? Es pronto para saberlo. Pero tiene cinco años por delante y un mandato para transformar el Reino Unido a su imagen y semejanza. Ningún primer ministro europeo acumula ahora mismo tanto poder.