“¿Has cogido alguna vez una pistola?”, dispara la directora del Museo del Romanticismo, Carolina Miguel, que acaba de abrir la caja de madera más pequeña y con el contenido más caro de las dos. Es el bien para el museo por el que más pagó el Estado el año pasado. Este estuche de pistolas para duelo forma parte de estos suspiros de la vida cotidiana del siglo XIX que el centro se dedica a rescatar del olvido, la invisibilidad y la desaparición. “Nuestra política de colecciones tiene que ver más con la práctica social que con las bellas artes. No nos dedicamos a contar la parte institucional tampoco, nos interesa más la vida. Ya sabes, el duelo, el honor, la masculinidad... Por eso este juego de pistolas es tan importante para el museo”, explica Carolina Miguel.
El museo expone otra arma en una vitrina. Mucho más humilde y discreta. Más para matar que para exhibir. Se supone que la usó Larra para suicidarse por amor. En el museo prefieren no confirmar que esa fuera el arma homicida, porque el rastro histórico no está claro. La camisa que llevaba el escritor, sí. Manchada con la sangre del artista, la han mostrado una vez. “Cachorillos”. Es el nombre vulgar con el que reconocían las pistolas como la que es sospechosa de haber acabado con la vida de Larra, el 13 de febrero de 1837. Son de tamaño inferior a las que todavía no se exponen y, además, de disparo único, cuenta la directora del museo. Al arma con el que se supone borró su “porvenir vacío” le acompañan unas llaves para abrirlas y desmontarlas, aunque no lo han hecho por el momento.
“Esta pieza no es para un burgués medio, el propietario debió de ser muy adinerado”, dice la directora, mientras sostiene una de las dos armas. Es posible que se usaran porque las polvoreras están sobadas. Quizá los cañones conserven el rastro de las balas que proyectaron, si se dispararon para acabar con la vida de otro rico español de la época. No se conoce a quién perteneció el estuche con las armas y Carolina Miguel prefiere no desvelar quién ha sido el particular que lo ha vendido. Hasta las balas se hacían a la medida del cañón de estas dos pistolas, con la turquesa que se incluye en el juego. “Son un juego de armas muy especial, exclusivo. Un símbolo de prestigio social. Creemos que debieron de hacerse entre 1856 y 1860. Solo hay una pista”.
La caja está forrada por un terciopelo verde donde se encajan las pistolas y los utensilios, y en un lateral aparece un nombre: Eusebio Zuloaga. Es la firma del último arcabucero real, con Isabel II. Eusebio Zuloaga nació en 1808 y murió 90 años después, fue el iniciador del arte del damasquinado. Esas filigranas de oro que decoran el cuerpo de cada pistola son dibujos exquisitos. A esa técnica de incrustación se le llama damasquinado, imposible definir si arte o artesanía. “Son verdaderas obras de arte. La decoración artística del arma trasciende al uso”, concluye la directora del museo, que anuncia una investigación en profundidad hasta encontrar al primer propietario del objeto y completar su historia.
La firma de Eusebio Zuloaga ha disparado el precio, además del estado de conservación. Fue el primer artista español del siglo XIX que, mucho antes que Mariano Fortuny y Francisco Pradilla, alcanzó fama internacional, como ha señalado la historiadora de la Universidad Autónoma de Madrid, Leticia Bermejo de Rueda. Su fama fue superada por su nieto, el pintor eibarrés Ignacio Zuloaga (1870-1945), cuyo padre, Plácido (1834-1910), fue otro maestro en las artes del damasquinado. De hecho, el Ministerio de Cultura ha adquirido para el Museo de Artes Decorativas un reloj firmado por Plácido Zuloaga por 350.000 euros
El padre de Eusebio fue Blas de Zuloaga (1782-1856), arcabucero real, armero del cuerpo de guardias de Corps y Armero mayor de la Armería. Cuando Eusebio cumplió los 14 años lo mandó a la Real Fábrica de Armas de Fuego de Placencia de las Armas, cuyo maestro era su tío, Ramón Zuloaga. Allí aprendió el oficio durante cinco años. Hasta que consiguió una beca para ser pensionado durante tres años en Francia, otorgada por Fernando VII y a pesar de no ser trabajador de la Casa Real... A este privilegio hoy lo llamamos nepotismo. Para cuando muere su padre Blas, en 1856, Eusebio ya se había convertido en una autoridad de reconocido prestigio internacional. Así que lo natural parecía que el cargo de Armero Mayor de la Real Armería debía ser para nuestro protagonista.
Eusebio Zuloaga tenía curiosidad. Quiso formarse continuamente y regresó a París y Bélgica, donde visitó fábricas y aprendió sobre la arcabucería de lujo. A su vuelta montó una fábrica de armas en Éibar y más adelante también en Madrid. Esa libertad que tuvo para viajar fue decisiva en el desarrollo de su arte, indica Leticia Bermejo de Rueda en su estudio. “No debemos olvidar que una de sus principales obsesiones fue el dominio del dibujo”, sostiene la investigadora.
Esta habilidad era fundamental para sobresalir en el trabajo decorativo del oficio. “El señor Eusebio Zuloaga posee hoy un taller mecánico para la construcción del cañón, y los secretos necesarios para ostentar en sus armas el lujo de ornamentación que tenían las del siglo XVI. Unidos sus trabajos de fábrica con sus talleres de esta corte, hace objetos raros y de mérito, formando al mismo tiempo muy buenos discípulos. Dicho señor es el último de los arcabuceros de fama y nombradía. Sus obras harán honor al país”, vaticinó por escrito José María Marchesi, en el Catálogo de la Real Armería, en 1849.
Además, Eusebio Zuloaga fue el primer artista español en conseguir dos medallas de Premio en la Gran Exposición Universal de los Productos de la Industria de todas las Naciones, de 1851 en Londres. Participó con dos pares de pistolas y sus accesorios, todo de hierro forjado con cortados en bajo relieve, incrustaciones y damasquinados en oro. Similares a las dos pistolas de duelo adquiridas por el Museo del Romanticismo. También mostró dos cuchillos de monte, una espada de caballería o dos escopetas. Lo evaluaron con notable calificación y de su arte dijeron que era preciso, elegante y de buen dibujo. La propia Isabel II adquirió alguno de sus estuches armados.
Quizá esta pareja de pistolas también pasaron por las manos de la reina castiza. Ahora están en las de Carolina Miguel, que con sus guantes vuelve a depositar en sus huecos y baja la tapa de la caja. Una pistola como esta pesa mucho más de lo que dice la báscula. Antes de abandonar el taller de restauración, la directora abre la otra caja de madera, de mayor tamaño. En su interior asoma un conjunto de material fotográfico portátil, con cámara, zootropo, grafoscopio... del siglo XIX. El Ministerio de Cultura se lo compró a un anticuario francés. A España no llegaron estos conjuntos para positivar negativos tan avanzados. “Nuestra colección apela a los sentimientos del visitante. Construimos un contexto para poder contar de una manera mucho más familiar que la narración tradicional”, reconoce Carolina Miguel.