Wes Craven y Kevin Williamson orquestaron un memorable prólogo donde los asesinatos de Woodsboro habían inspirado una película dentro de la película, Puñalada. A partir de ahí los guionistas de Scream alargarían esa franquicia ficticia para enrevesar más y más el juego metarreferencial, sin nunca alcanzar el impacto de esa primera escena. El nuevo Ghostface se infiltraba en la premiere de Puñalada, aprovechando el fenómeno desatado por ese filme para hacer de las suyas. Jada Pinkett Smith y Omar Epps eran asesinados al amparo de una celebración de la cultura pop, confundiéndose el psicópata con su reflejo en pantalla.
El éxito tan inmediato en el tiempo de Scream y su visión del metaterror había deparado esta ocurrencia genial, sobreponiéndose a todas las inercias y automatismos creativos que una licencia exprimida de forma tan fulminante podía haber deparado. Son las mismas inercias, la sensación de que se intenta explotar algo que no da más de sí, en las que cae Scream VI.
“Es una película acerca del terror, lo que no quiere decir que se trate de una parodia o un pastiche. Más bien explota las convenciones del género, cuyas descripciones incorpora a la trama, para amplificar los sentimientos de miedo y tranquilidad”. En este fragmento de su tesis doctoral Constructos flatline, publicada en 1999, Mark Fisher no se estaba refiriendo a Scream. De hecho el crítico cultural nunca terminó de conectar del todo con la saga. La película que aludía era En la boca del miedo, dirigida por John Carpenter.
Han pasado casi 30 años desde que, en un periodo de tiempo comprendido entre 1993 y 1995, la ficción estadounidense lanzara tres películas fundamentales para entender el terror que se vuelve sobre sí mismo. En La mitad oscura George A. Romero adaptaba la novela homónima donde el álter ego con el que Stephen King había firmado algunos de sus libros cobraba vida y le atormentaba. En La nueva pesadilla de Wes Craven Freddy Krueger irrumpía en nuestra realidad para marcar el rodaje de la enésima entrega de Pesadilla en Elm Street. Mientras que la escena clave de En la boca del miedo, como Scream 2, se daba en un cine.
El personaje de Sam Neill veía su mundo invadido por las creaciones literarias del novelista de terror Sutter Cane —cuyas siglas, por enredar más la madeja, recordaban a Stephen King—, y terminaba enloqueciendo. “Al final el protagonista es arrastrado hacia lo hiperreal: una realidad contaminada fatalmente por la ficción”, escribió Fisher. Scream, conservando a Craven tras Nueva pesadilla, abrazó la idea de explicitar las convenciones del género de terror (concretamente del slasher), pero dejó que estas acapararan todos sus atractivos.
Provocar miedo nunca ha sido la mayor prioridad de Scream. Más bien ha sido ironizar sobre el miedo, abordándolo como un conjunto de sentidos mediado por Hollywood que deja ver tanto los clichés como las inevitables mutaciones sociopolíticas: indispensable para ello la presencia de la saga Puñalada a partir de Scream 2. Gracias a estas películas ficticias Scream ha podido discurrir como un cosmos autocontenido, riéndose de sí mismo y de todo lo que esto puede implicar para el cine de terror sin practicar propiamente el terror.
El ingenio ha acostumbrado a fluir de forma regular, con algún desvío más afortunado de la media —Scream 3 apuntando a las turbiedades secretas de Hollywood, Scream 4 preocupándose por las redes sociales—, pero siendo inevitable que estos márgenes autoimpuestos fueran apretando más y más. La Scream de 2022 aún sabía esquivar este régimen de ensimismamiento en función a reírse de los fandoms y hacer guiños intrascendentes a la conversación sobre el género —como pasaba con el elevated horror— pero Scream VI, acaso por las prisas, ni siquiera puede beneficiarse de algo así.
La que bien puede ser la peor película de la saga aboca a Scream a sepultarse bajo capas y capas de referencias que se confunden entre sí. Scream se cruza con Puñalada, Puñalada se cruza con Scary Movie, y toma cuerpo toda una maraña de ruido posmoderno que, al ni siquiera permitirse funcionar como ficción, revela que se levanta sobre el vacío. Como, en cierto sentido, siempre se levantó el fenómeno Scream.
La velocidad extrema con la que se ha materializado Scream VI ha excluido la subida de sueldo que pedía Neve Campbell por volver como Sidney Prescott, heroína de la saga. Su ausencia tenía por fuerza que garantizar un aumento de protagonismo para las hermanas que encarnan Melissa Barrera y Jenna Ortega —sobre todo ahora que esta última se ha convertido en una estrella por Miércoles—, y algo de eso hay. La historia de James Vanderbilt y Guy Busick parte de la nueva generación de protagonistas que presentó Scream 2022.
Estos protagonistas se han ido a estudiar a la universidad en Nueva York, con lo que el escenario es parecido a Scream 2 y los propios personajes lo verbalizan. Jasmin Savoy Brown, manteniéndose en el rol de Randy Meeks tras la anterior entrega —es decir, de fan del terror que predice la trama basándose en su cinefilia—, se marca un monólogo delirante donde intenta situar este nuevo ataque de Ghostface en una narrativa seriada que sus amigos entiendan. Solo se le ocurre concluir que “están viviendo dentro de una franquicia”.
La saga Scream acostumbra a manejarse en retóricas así, justificando giros inverosímiles con la autoconsciencia y la complicidad. El problema es que Scream VI maneja demasiadas decisiones extracinematográficas —la propia ausencia de Campbell o el regreso de Hayden Panettiere tras Scream 4— como para que la mueca irónica pueda justificarlas todas, y el metraje se convierte en un embrollo histérico donde solo aterrizan de pie ciertos jugueteos con las expectativas que la propia saga ha generado. Por ejemplo, las llamadas telefónicas o un prólogo que fiel a la tradición Scream vuelve a ser lo más memorable del conjunto.
Son fuegos artificiales, en fin, que al estar tan marcados por la ansiedad neurótica a la que ha llegado el fenómeno Scream hacen destacar los errores ya presentes en el filme previo. Más allá de que el guion sea incapaz de tejer un arco dramático solvente para los protagonistas —pues este nunca puede importar tanto como el potencial para sorprender con alguna revelación o muerte—, la dirección de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett es tan pobre como se dejaba entrever en Noche de bodas, la obra que les puso en la órbita de Scream.
La puesta en escena de Scream VI trasluce tanto las reescrituras del guion según el punto por el que pasaba la negociación del contrato de Campbell como el apresuramiento con el que todo se ha puesto en pie. Es tosca, de una planificación nula, lo que tampoco parece importarles a los artífices en tanto al desdén con el que manejan el suspense o el horror. La racanería con el gore se alinea con una imaginación trágicamente escasa para los asesinatos, que se conforman con desarrollarse en alguna localización impactante.
La principal la constituye una vieja sala de cine que cierra el círculo. Una sala como aquella donde Sam Neill se reía a carcajadas maníacas al comprender que no había escapatoria. Una sala como aquella donde Ghostface se fundía con cosplayers de Ghostface. Los círculos son formas cerradas, sin ninguna brecha donde pueda penetrar algo, y Scream cierra el suyo con una película igualmente impenetrable, limitada a una retroalimentación constante de ecos y rimas fantasmagóricas. Los chistes y los guiños autorreflexivos intentan disimularlo, pero verdaderamente hay muy poca reflexión en ese círculo. Y mucho menos cine.