Moix ha revivido apenas en la memoria de sus prestigiosos amigos y amigas, que nunca dejan de mencionarle, pero no hay institución ni memoria literaria mediática que le recuerde como merece.
A Terenci lo leía muchísima gente, que es el primer paso para habitar el olvido del prestigio, era pícaro pero no cínico, exhibía su mitomanía, su fetichismo por la belleza, del cine, de la historia, del tiempo y de la vida misma sin miedo a ser tachado de cursi; era carismático, capaz de hablar dos horas seguidas sobre la dinastía Ptolomea y otras dos de chismorreos de sociedad sin que quien le escuchase percibiese fatiga alguna; era divertido, lenguaraz, curioso y vibrante. Maricón sin el velo de corrección de la burguesía que le rodeaba, muy poco interesado en habitar exclusivamente las esferas literarias, algo que por derecho le correspondía, y más que dispuesto a sentarse en una tertulia televisiva de las mañanas para contar a las señoras su catálogo de maravillas. El problema siempre ha sido este, escribir para quien necesita leer en lugar de hacer ofrendas literarias a los dioses del proselitismo.
Entre tantísimas lecturas, Terenci escribía, también, para acompañar a mujeres y maricas, fuese o no intencional. Y esto también ha pesado, como pesa siempre.
Su maravillosa No digas que fue un sueño, tan rica, desprejuiciadamente pasional, colorida como un peplum de los años cincuenta, llena de ese rojo Heston y esas platas Taylor, es un ejemplo de literatura popular única que sin escatimar un ápice de virtuosismo, ni ahorrar lecciones de historia, teje un romance de cartelón de cine pintado a mano, excesivo y conmovedor, una pieza literaria digna de soportar el paso del tiempo con el orgullo de una postal de Yvonne de Carlo.
La misma pluma escribió El día que murió Marilyn y El peso de la paja, de reciente reedición (Tusquets Editores), novela una, memorias la otra, textos de iniciación a la vida que se cuentan entre las páginas más memorables de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, ajenas a la contención de Cernuda o Aleixandre, emparentadas con la astucia del mejor Gil de Biedma pero sin su ambigüedad, hermanas díscolas de las tardes con Teresa de Marsé, caminan por la Barcelona de los sesenta y recorren callejones, urbanos y humanos con un pulso de sinceridad conmovedor, una esperanza triste y mucho humor.
Sin Terenci Moix nuestra historia literaria contemporánea no está completa. Decía hace muy poco Malcom Otero Barral en El pódcast de El Periódico que Terenci fue “un gran escritor eclipsado por sí mismo”. Una definición que, certera y expresada con mucha belleza, encierra muchas capas de injusticia. De los escritores de su generación suele hablarse en términos elogiosos también por sus personalidades, la intelectualidad de uno, los modales de otro, el sentido del humor del siguiente o hasta el mal carácter. A Terenci nunca se le ha perdonado su popularidad, su capacidad y vocación de comunicar con claridad para trabajadoras de la limpieza, adolescentes gays que van al cine solos o profesoras de historia. Ha pesado en su memoria lo que el gesto adusto de los apellidos compuestos considera frivolidad, que es una traducción severa para evitar decir “cosas de mariquitas”. La obra de Terenci es eso y mucho más, ninguna vergüenza le habitaba en ese despliegue de pluma y perlas. Su imaginario voluptuoso, socarrón, culto y refrescante, lleno de vida, acabará por ser redescubierto por generaciones necesitadas de referentes y vencerá al tiempo, ese que teme a las pirámides.