Quizás por ello su ayudante Lola García pensó que era el momento de que vieran la luz recopilados en forma de antología. Pidió a Almodóvar que rompiera su norma de no releer su trabajo. Se había olvidado incluso de que existían, pero al volverlos a ver se reconcilió con ellos. Al leerlos, regresó a los patios manchegos donde se crio rodeado de mujeres, al Madrid de la Movida tras la muerte de Franco, a sus primeras películas, a sus primeras ficciones. A la escritura como forma de vida, como forma de sobrevivir, como forma de hacer activismo tras décadas de dictadura.
Todo ello está en El último sueño, recopilación de estos relatos que publica Reservoir Books y donde el lector, como reconoce Almodóvar en la introducción, acabará obteniendo la máxima información sobre él “como cineasta, como fabulador (como escritor)”, y del modo en que su vida “hace que una cosa y otra se mezclen”. Relatos inéditos que comienzan con sus primeros coqueteos con la ficción, como ese Vida y muerte de Miguel, especie de Benjamin Button escrito con menos de 20 años debajo de una parra y con un conejo desollado colgando de una cuerda en Madrigalejos. Los socios y lectores de elDiario.es pueden leer en primicia uno de esos relatos, Vida y muerte de Miguel, antes de su publicación el próximo 13 de abril.
Hay relecturas históricas de la Bella Durmiente (Juana, la bella demente) y de la historia de Jesucristo, que se convierte en un romance queer pasado por la mente febril y desbocada de Almodóvar en La redención. Pero en El último sueño se notan también dos de los eventos que más han marcado su obra: la educación católica y castradora que ya plasmó en La mala educación, y la influencia de su madre, pero sobre todo de su ausencia. Aunque son relatos marcados por la ficción, hay varios que están pegados a la realidad, como si fueran un acto notarial. Uno de ellos, el que da título al libro, es en el que relata su primer día sin su madre. Un ejercicio descarnado que entronca directamente con otro de los textos más emocionantes, Memoria de un día vacío, donde el autor muestra su miedo a la soledad.
Nunca ha escrito ni una autobiografía ni ha permitido que otro escribiera una biografía, ¿por qué?
Le tengo especial tirria a lo autobiográfico, a pesar de que hay algunos cuentos de este libro que son directamente autoficción, pero la autoficción nunca es completa, porque siempre añades, quitas o transformas. Pero hablar directamente, contar mi vida o que la cuente otro…. A eso le he tenido siempre mucha aprensión. Yo no me miro al espejo, no miro mis fotos, no veo mis entrevistas en televisión. Me da pudor verme. No veo, de hecho, las cosas que hago. Con excepciones y más en la literatura que en el cine, pero el género en sí, el biopic, no suele gustarme. Y el biopic de cantante ya mucho menos. Me gusta un documental sobre Bergman o un documental sobre Warhol. Pero tengo un rechazo a ver mi propia imagen e incluso la imagen de mi obra. No suelo mirar atrás. Hay ocasiones que tengo que hacerlo, como por ejemplo en este libro [toca el ejemplar que ha publicado sobre él la Academia de Hollywood por la exposición que le han dedicado en su museo] en el que, ya que los del Museo de la Ciencia y de las Artes de Hollywood decidían dedicarme dos salas, prefería ser yo quien hiciera los 24 clips. Y de hecho, a pesar de que soy reacio a mirar para atrás, aquí tuve que verme las películas, y fue interesante ir viendo los temas que se repiten, los temas a los que recurro y relacionarlos entre sí. Entonces, lo hago únicamente cuando una cinemateca o en este caso el Museo de Hollywood me lo propone, pero motu proprio nunca lo hago.
Los relatos de este libro son, de alguna forma, un espejo. Le ha obligado a leer lo que había escrito. Alguno de ellos lo escribió con menos de 20 años. ¿Cómo ha sido enfrentarse a ellos?, ¿le reflejan más que sus películas?
Yo me siento más expuesto en los relatos que en las películas que he hecho, lo que pasa es que siempre están en claves que tal vez solo yo conozco. Eso a pesar de que hay películas, como Dolor y gloria, que hablan directamente de un director que se parece mucho a mí, que vive en una casa que es como la mía, y que tiene dolores que se parecen o son idénticos a los míos. Pero tal vez sea porque eso ya lo he superado y sobre todo, la promoción, ya la he superado. Porque lo malo de todo esto no es lanzar el libro, sino hablar sobre todo ello. Yo cuando estaba escribiendo Dolor y gloria pensaba, ¿estoy dispuesto a hablar de todo esto con la prensa? Esa era una de las preguntas que tenía que responderme y entonces decidí que sí, pero con esfuerzo.
En los relatos creo que no es tan evidente, en algunos tal vez sí, pero estoy totalmente reflejado y totalmente expuesto. Para mí, hay algunos de ellos –por ejemplo los que escribo después de salir de los curas y recién llegado a Madrid– en los que claramente veo que son producto de la mala educación que recibí de los curas. Porque en ese momento, ahora me doy cuenta, mi modo de escribir era tergiversar todo lo que me habían enseñado, era darle la vuelta a lo que me habían enseñado. Yo no era como en muchas ocasiones me han llamado, sobre todo en Italia o en EEUU, un transgresor sino un tergiversador. O sea, en Juana la bella demente le hago decir lo contrario de lo que me explicaron, mezclándolo con La bella durmiente y con lo que me viene bien. En la relación de Jesús con Barrabás, igual. Es es una tergiversación que a la vez es una especie de venganza.
En esos años me veo y me veo donde los escribí. Las claves soy yo el que las tiene, pero noto mucho la época en que los escribí. Por ejemplo, la primera vez que escribí sobre Patty Diphusa, que no se ha incluido en el libro, es el año 78. Ahí mi escritura cambia radicalmente porque cambia radicalmente mi vida, como cambia absolutamente la vida de los españoles. Patty es el reflejo de la explosión de todas las libertades que nos tomábamos. Y digo tomábamos, porque éramos yo y el grupo con el que convivía, que era muchísima gente que salía todas las noches.
Ha mencionado ese peso de la educación católica que está presente en todo el libro, pero que está presente también en la sociedad española actual. No ha cambiado.
Sigue presente y cada vez más. Hay cosas, por ejemplo, que han aparecido y que no existían entonces. Mira por ejemplo ese juicio que tuvo Rita Maestre porque hirió la sensibilidad católica o algo así. No sé cómo era exactamente porque era un nuevo delito que no estaba ni tipificado. Esa capacidad para sentirse heridos y esa susceptibilidad es muy peligrosa, porque se llama censura también, y eso no existía en los años 80. Yo pude hacer Entre tinieblas, ponerla fuera de España y ponerla en prime time, y no ocurrió nada, nadie reaccionó. También eran unos años, el 83 exactamente, en que la derecha tenía como cierto miedo porque no sabía hacia dónde iba a dirigirse la sociedad española. Entonces eran mucho más discretos. Nada que ver con con las barbaridades que dice ahora mismo la ultraderecha. Estaba muy domesticada porque no sabían hacía dónde iba a ir. Esa hipersensibilidad del católico que decíamos antes con lo de Rita Maestre ocurre que ahora, además, lo muestra porque siente que tiene un apoyo político, el apoyo de un partido.
En este momento de hipersensibilidad publica un relato de Jesucristo y a Barrabás, ¿no teme una reacción o es que ya ha perdido el miedo?
Hace mucho tiempo. He tenido, a la hora de hablar de mí o de inspirarme en mí mismo, más recato y una cierta aprensión, pero más porque no fuera tratado de un modo literal. Con Dolor y gloria había gente que me preguntaba si había tomado heroína. Pues no, no he tomado nunca heroína y había muchísima ficción en la película. Con lo que sobre todo tengo mucho cuidado es cuando me pongo a hacer autoficción o algo que tiene relación con mi vida directamente para no dañar o no poner luz en las personas que me han acompañado. Porque no es justo para ellos. Eso es lo que me provoca… No digo miedo, sino más bien reparo. No quiero involucrar a nadie. Sobre mí pueden decir lo que quieran y apedrearme si quieren, pero no quiero que a mi familia o a mis amistades o a mis amores les llegue una onda expansiva de lo que escribo.
Pero el miedo, propiamente dicho, en los 80 ya lo perdimos. Y además eso ni siquiera ocurrió con el Partido Socialista, que fue el que luego se adjudicó todo lo de la movida. Eso ocurrió con la UCD. Es decir, hubo un momento en que perdimos el miedo a salir a la calle, miramos a 'los grises' [la policía franquista] de otro modo. Eso fue algo irreversible y eso ocurrió en el 77, con UCD en el poder, a pesar de ser un partido de derechas. Yo el miedo lo perdí allí y ahora no estoy dispuesto a recuperarlo, aunque todo lo que oímos en el Congreso nos empuja a tener, por lo menos, cuidado con lo que hacemos y decimos. A mí esa especie de precaución no me gusta, porque yo soy una persona espontánea y no es lo que mejor va a mi modo de expresarme. Pero ahora mismo sí que hay que tener mucho cuidado con lo que dices y cómo lo dices, porque no solo existe la ultraderecha, existe sobre todo un amplificador descomunal que son las redes, con una capacidad de distorsión increíble y que pueden convertir cualquier cosa que digas, en el momento en que la descontextualicen o editen, en un bumerán que te puede hacer mal. Yo no tengo redes, pero sí que me impresiona el efecto tan venenoso que tienen las redes sociales, además de todas las cosas buenas que tengan.
Esa historia, la de Jesucristo y Barrabás, acaba con algo muy bonito, que es que la ficción cambia la historia oficial. Algo parecido a lo que hizo Tarantino con Sharon Tate. Yo creo que su cine siempre nos ha contado un país que era mejor que el real. No sé si cree que la ficción tiene ese poder, no de cambiar la historia, pero sí de hacérnosla ver de otro modo.
Absolutamente. Tanto la ficción escrita como la ficción cinematográfica. El director es una especie de dios que impone una realidad aunque no sea la que se está viviendo. Yo era absolutamente consciente cuando hacía Pepi, Luci, Bom, Laberinto de pasiones, Entre tinieblas, o Qué he hecho yo para merecer esto en los 80 de que estaba imponiendo mi mentalidad sobre el mundo en el que vivíamos y que el mundo no era exactamente así. Madrid no era tan moderno como yo lo ponía en mis primeras películas, pero era el que yo vivía y en el que yo quería vivir. El director tiene ese poder. Es una especie de dios que impone un universo. Yo siempre he tratado de representar la realidad y de que tuviera algo que ver con la realidad, pero nunca he hecho naturalismo al estilo de los Dardenne o de Ken Loach. Yo siempre he ficcionado mis historias, aunque estén punteadas de momentos reales y de la atmósfera que me rodeaba. Yo pongo mis ojos en las calles de Madrid porque era lo más interesante, pero los pongo de acuerdo con mi propia visión e impongo también esa visión.
Hay una escena en Los Fabelman en la que el protagonista, que es Spielberg de joven, presencia una discusión de sus padres y se imagina rodándola. En vez de empatizar con ellos ya se ve como director. ¿Se ha sentido así alguna vez, como un director fuera de la realidad?
Hay una división natural entre el director y la persona. Pero son dos realidades que se reflejan la una en la otra. En mi caso, por ejemplo, hay una imagen que tengo muy clara para ver cómo las dos realidades están una frente a la otra y se complementan y se reflejan. [Almodóvar busca papel y boli y dibuja un boceto sencillo]. En La flor de mi secreto hice un decorado que era igual que la casa de mi hermana María Jesús. Para ensayar las escenas entre Marisa Paredes, Rossy de Palma y Chus Lampreave íbamos directamente a la casa original de mi hermana y nos poníamos en la mesa del comedor. Enfrente había una rinconera donde había un sofá con una mesa, donde estaban mi madre y mis hermanas de verdad. Entonces yo ensayaba la escena de Chus, en la que le reprochan que no va al oculista y que ella dice que tiene miedo a los skin heads, que cree que son hippies y los confunde, y yo en ese momento era consciente de que la parte de mi madre y mis hermanas se estaba reflejando en la otra.
Hubo un momento en el que Chus dice que no quiere ir al oculista, que es un melón que no quiere abrir, y entonces mi madre le apuntó cosas sobre abrir ese melón o no, y acerca de los supositorios que ella se ponía para hacer de vientre, porque hablaban de eso en la escena. Mi madre le estaba dando letra e indicaciones sin darse cuenta, porque a mi madre le parecía totalmente natural que estuviéramos hablando de ellas, porque los diálogos que tenían Marisa, Rossy y Chus eran los de mi madre con mis hermanas. Entonces, cuando abordaban algún tema en el que ella podía añadir algo, se lo decía directamente a Chus. Yo estaba implicado en las dos realidades, en la original, que era muy graciosa y muy interesante, y en la de este reflejo, en el reflejo de su representación como director. En este momento, el modo de incidir una realidad en la otra estaba muy claro.
Ha mencionado a su madre. Hay un relato que es el que está más pegado a la realidad...
Es el único que es, palabra por palabra, como un acta notarial de cómo yo me sentía el día que fuimos a enterrarla.
Y el único firmado como Pedro Almodóvar Caballero, con el apellido de su madre.
Sí, porque ella estaba indignada porque no me pusiera Pedro Almodóvar Caballero y que, sobre todo, la gente me conociera por Almodóvar. Porque debe haber alguna razón como fonética, pero yo siempre he sido Almodóvar, desde pequeño. En el colegio no me llamaban Pedro. De hecho, si me llamaban Pedro no me volvía porque pensaba que no se referían a mí. Me llamaron desde el primer momento Almodóvar, supongo que es por cómo suena. Me parecía que Pedro Almodóvar Caballero era muy largo, pero aquí quería hacerlo porque lo hacía como hijo de ella.
¿Es el relato que más le ha costado incluir o releer?
Sí, porque lo escribí justo después de su muerte. Tuve que releerlo en algún momento y me seguía emocionando mucho, porque es muy al pie de la letra cómo se fue mi madre y cómo fueron los días inmediatos. Incluso me enteré en ese momento que le había pedido a mi hermana cómo quería que la amortajaran y que cada vez que venía del pueblo, porque durante los últimos 20 años ella vivía la mitad del tiempo en el pueblo y la mitad aquí porque no estaba para estar sola allí, en la maleta siempre metía la mortaja, que era un detalle que yo desconocía absolutamente. Y me lo contó con toda naturalidad, sin ninguna acotación lúgubre o fúnebre. La cultura de la muerte es femenina, y a los hombres no nos dicen nada, pero ellas lo heredan de madres a hijas. En La Mancha es muy rica, es de lo que hablo en Volver. A mí me sorprendió muchísimo cuando mi hermana me dijo que en los últimos años mi madre viajaba con la mortaja de modo completamente natural, por si la muerte venía en un momento en que no estaba en su pueblo.
Y como creador, ¿cómo le afecta la muerte de tu madre, hay un antes y un después en su obra?
Sí. Me voy dando cuenta en el momento. Por ejemplo, en La flor de mi secreto ella estaba presente hasta en los ensayos y pendiente de cómo se desarrollaba su papel, que siempre lo hizo Chus Lampreave. Incluso añadiendo apuntes. En ese momento no me daba cuenta. Era algo orgánico que ocurría en mis películas, pero no me daba cuenta del peso que tenía, por un lado la educación que había recibido de ella, y por otro lado su propia presencia. También aparece como actriz en Qué he hecho yo para merecer esto en una escena muy manchega en que le habla a Carmen Maura y le dice "¡Ay, hija mía, cuántas veces me han meado en el mandil!", que es algo que yo le he oído a las vecinas decirme a mí directamente, porque las vecinas son parte de la familia, porque conocen todos los secretos de la familia. Las madres nos dejaban al cuidado de las vecinas cuando no podían llevarnos con ellas.
Yo me he educado en esos patios donde me dejaba mi madre. Esa fue mi primera infancia y después ya, en la pubertad, esos patios se amplían a algo que para mí se parece mucho a La Mancha y que es el profundo sur americano. A mí me educa Tennessee Williams y las películas de Tennessee Williams que se hacen a principio de los 60, donde yo todavía soy un púber. Me impactan muchísimo, porque aunque no tenía nada que ver con el sur profundo de Williams o de Capote, sí que veía reflejada la represión que ya notaba en el pueblo y el patriarcado absoluto que yo ya también percibía en el pueblo. Porque mi educación fue femenina, con un coro de mujeres muy fuertes, todas supervivientes de la guerra y que sacaron este país adelante, pero de un modo un poco extravagante, porque también está en mí eso.
Las primeras películas y lecturas de Tennessee Williams y Capote, por decir dos, complementan la educación y la formación que ya había recibido de las vecinas de mi madre. La complementan y la hacen un todo. Para mí La Mancha y el profundo sur son casi lo mismo. En medio estoy yo padeciendo la misma represión y viviendo en el mismo patriarcado. Afortunadamente mi educación no dependió de ello, porque los padres y los hombres, entre comillas, no están en las casas, están siempre trabajando, y cuando se reunían, se reunían en el bar o en otro lado. Los niños, a quienes veíamos, eran a las madres.
En Memoria de un día vacío se ve a un Pedro Almodóvar muy descarnado, compartiendo sus miedos actuales. Reconociendo que ha perdido el contacto con la gente, ¿le dio pudor escribir ese texto?
A mí me da pudor. De hecho siento pudor con la presentación del libro. Lo que pasa es que lo voy superando poco a poco, según las entrevistas que vaya haciendo. Pero, en ese sentido, me siento casi más expuesto en el libro, porque en el cine estoy más acostumbrado. Yo le temo al Jueves Santo. Suelo escribir mucho en Navidades y en Semana Santa, porque son días en los que estoy totalmente solo en casa, absolutamente aislado, y ya no es solo el aburrimiento y el tedio, es algo que va más allá, que tiene que ver con la angustia y con el aislamiento, que es otra cosa diferente a la soledad. La soledad a veces es buena, y en muchos casos es necesaria en mi trabajo para poder escribir, pero aquí es sentirte frente a un día totalmente vacío que no sabes qué vas a hacer con él. En el momento en que lo escribía no sabía que lo iba a publicar, pero estaba hablando exactamente de mi intimidad y en ese sentido sí que estoy exponiéndola absolutamente.
¿Cómo se lleva ese aislamiento, ha intentado corregirlo o ha asumido que es así?
Las dos cosas. He asumido que es así e intento también salir de ello. Esto es el resultado de haberme aislado yo mismo. No es culpa de que la realidad me interese menos o que los amigos me estimulen menos. Durante años yo he dejado de contestar al teléfono y de ir a las reuniones y a las fiestas y a las comidas de amigos y de gente que forma parte de mi mundo. Hay un momento en que, paulatinamente y es natural, dejas de recibir llamadas y solo recibes las de la oficina, que tienen que ver con el trabajo, o de mi hermano, que casi siempre tienen que ver también con el trabajo, así que te sientes absolutamente aislado. Es un aislamiento mitad deseado, mitad producto de que yo me he separado de mucha gente. Y a la vez es algo que, como soy muy consciente de ello, cuando me viene bien, lo aprovecho, pero hay muchas ocasiones en que no me viene bien y entonces trato de romperlo.
Me cuesta trabajo llamar a la gente y quedar para cenar o comer. Últimamente lo estoy haciendo con un poco más de frecuencia, porque la soledad me estaba resultando muy, muy, muy pesada. En el momento en que que no era deseada se convierte en un peso. Un peso que, incluso psicológicamente, tampoco te viene bien. Hay algo que yo no he dejado nunca y es de estar al tanto de lo que ocurre a mi alrededor. Leo los diarios de distintos signos y sé lo que ocurre en mi país y hacia dónde van los tiros en cada momento, y más me vale para estar preparado. Pero me refiero a la otra, que es la soledad física, y cuando decido romperla siempre me alegro porque sí que me aporta algo que está vivo. Me he convertido en un misántropo, pero no es definitivo, salgo de ello de vez en cuando y estoy dispuesto a hacerlo más.
Hay otra frase en ese relato que dice “aburrirme es una derrota” y que me parece…
Terrible.
Sí, terrible.
Es una frase terrible, terrible, pero era tal cual lo sentía.
¿Como creador se ha aburrido alguna vez?
En los 80, en los 90, o incluso a principios de los 2000, la palabra tedio no existía en mi vocabulario. Era imposible, porque tenía tal cantidad de cosas que hacer, tal cantidad de gente que ver y toda ella muy estimulante, y toda ella me aportaba tanto, no solo a nivel vital, sino como escritor y cineasta, que pensé que nunca me aburriría, que eso no iba a existir. Entonces descubrí que sí, que te aburres y que sí, que de pronto te enfrentas a un día tedioso: es absolutamente una derrota. Es lo contrario de lo que había ocurrido en mi vida en las décadas anteriores. Es una frase muy dura, pero también mientras la escribía quería yo mismo enfrentarme a que eso era mi realidad, para que me ayudara un poco a reaccionar.