Esa es la idea básica de lo que Tomás Ruiz-Rivas ha llamado [M]UMoCA. ¿[M]UMoCA? “Unofficial Museum of Contemporany Art… la idea era que el acrónimo sonara ridículo”, contesta el autor. Efectivamente, lo ha logrado. “Los museos también compran cosas que deberían estar en la basura y las convierten en arte”, explica Ruiz-Rivas, madrileño de 61 años y un referente de la crítica al sistema del arte, a través de Antimuseo.org. Su colección y museo convive por las habitaciones y estanterías de la casa que comparte con su compañera. “La cosa se multiplica, no para de crecer. Es algo invasivo”, añade.
Este miércoles ha mostrado por primera vez en público su museo. Más de 40 piezas coleccionadas en casi cuatro años. Como él mismo dice, es un museo portátil formado exclusivamente por restos de los procesos creativos de los artistas. Es decir, los desechos, los fallos, lo que no sirve: “Lo que no llegó a ser arte”. Las piezas que no interesan a los museos, pero que descubren sus contradicciones. “La idea era crear un museo pobre contra los museos públicos que han ido construyendo los poderes políticos por toda España y vaciándolos de contenido”, dice.
Es un juego, o sea una denuncia muy seria. Ahí va. “La misión de este museo es mostrar la construcción en los museos de un canon incuestionable. Uno que en realidad es tan arbitrario como el que uso yo en el [M]UMoCA. Es tan desechable como lo que cuenta un museo que hace historia. Bueno, historia entre muchas comillas. Ese canon sirve para cerrar el acceso a la mayor parte de la sociedad. Se ha construido como un aforo limitado y hoy sus postulados son muy difíciles de sostener”, asegura con lucidez Tomás Ruiz-Rivas.
La primera muestra de estos objetos ha sucedido con la “colaboración involuntaria de la Serrería Belga”, en Madrid. Tomás ha aprovechado los márgenes de la institución para colocar su “basura artística”. En un banco, en un muro, dispersos por la plaza… Y muchos asistentes interesados en ver en directo una de las pocas propuestas críticas contra las instituciones museísticas. Cuando le preguntamos cómo citarle, si artista o coleccionista, investigador… indica que una parte de su trabajo es cuestionar las categorías establecidas del arte, “por eso en este proyecto soy tanto el artista como el curador”.
Cuenta que ha hecho esta colección con “basura de artistas” madrileños, gracias a que se la han regalado. “No me puedo permitir comprar arte”, cuenta. Por ejemplo, una bota usada para las sesiones de trabajo, del artista Marco Prieto. Es la última incorporación. Está manchada entera, aunque asoma la piel negra. Parece que la suela se ha desprendido de la punta. Tiene tantas capas de pintura encima que se ha convertido en un cuadro.
Más allá del objeto, del fetiche, importa el contexto. Este museo desvela las condiciones en las que trabajan los artistas. Es decir, en precariedad. Es el museo del contexto que el museo prefiere ignorar. Unos se dedican a sacar brillo a la obra de arte como fruto de una genialidad; otros, como Tomás Ruiz-Rivas, prefieren pensar en las condiciones económicas, políticas y sociales que han intervenido en la creación. Muy poco genial.
A Marco Prieto le conocemos por sus bustos “golpeados”. Hace retratos de seres sin identidad, cuyas cabezas acrílicas y fluorescentes emergen a base de brochazos contra el lienzo. El arte como una pelea a golpes. En lugar de trabajar con veladoras que hacen desaparecer el arte, Prieto lo hace con impactos y salpicaduras. Estos estallidos configuran bustos angustiosos que podrían asemejarse a la famosa obra de Munch. Pero estos son figuración desfigurada. Y esa bota la consecuencia de su pelea y de sus condiciones de producción. “El artista millonario es un mito sustentado en miles de artistas que viven con lo justo”, indica el comisario de este particular museo
Hay más. El [M]UMoCA también es una denuncia de la política del entretenimiento cultural del neoliberalismo. Museos como parques de atracciones, que se hacen pasar por lugares despolitizados y amables, perfectos para el turismo. “Esto es lo que tenemos que discutir. Este es el conflicto que plantea este museo, uno sin interés turístico”, describe Tomás su proyecto. De alguna manera, hace lo mismo que las instituciones que cuestiona: convierte en oro lo que toca. Reconoce que si no fuera así, “perdería capacidad de enfrentamiento con los museos”.
De la artista Esther García Urquijo conserva “dos manos a escala reducida, con cuatro dedos rotos (se incluyen) y restos de escayola que quedaron pegados al vaso de mezcla”. Son parte de la primera versión que la artista realizó de la pieza Bondage japanese businessman. Fue una idea desechada cuando después decidió realizarla a escala natural. “La basura nos iguala a todos. La basura también lo unifica todo, por eso es un museo muy comprensivo. Hay artistas con los que no haría nada pero que han dejado una huella profunda en la ciudad. El director debería dejar de lado sus gustos personales para entender y mostrar la diversidad de la sociedad cultural”, lanza envenenado este dardo sin nombre y apellidos Ruiz-Rivas. Un proyecto impertinente como este solo es posible desde la clandestinidad, porque solo tiene sentido poniéndolo en conflicto con los museos. De momento, conserva y muestra basura, pero el mercado acecha.