Su trayectoria junto con Pep Ramis en la compañía Mal Pelo es larga desde que se juntaron en 1988 para la pieza Cuarto trastero. Muñoz llega al Festival de Otoño de Madrid con dos espectáculos después de una larga gira con varias obras que le ha llevado a centros tan reconocidos como el Théâtre Paris-Villette o el Festival de Aviñón. “Ha sido un poco inesperado, una gira tan grande, ahora, con tantos años”, confiesa a este periódico.
Pero cada ocho o 10 años Pep Ramis y María Muñoz se retiran a sus palacios de invierno. Dejan a un lado proyectos más amplios y se centran en trabajar ellos dos solos. Ahora presentan una pieza con Ramis en escena, The Montain, the Truth & the Paradise; y su nuevo 'dueto', Double Infinite. The Bluebird Call, pieza estrenada este verano en el Festival Grec de Barcelona con la que Muñoz vuelve a bailar durante media hora sola en escena.
Esta última pieza, que nadie quiere decir que vaya a ser la última pero bien podría serlo, debido a su edad, es una buena ocasión para centrar la mirada en esta bailarina valenciana apegada a los pueblos de sus padres en Guadalajara y el Pirineo aragonés, en esa joven que marchó con veintipocos años a Ámsterdam, que vivía en okupas mientras se formaba, que reventó la danza contemporánea a principios de los noventa en España, que a finales del siglo pasado prefirió irse, cuando todavía no existía internet, a una masía en la población gironesa de Celrà, puro campo donde vivieron años incluso sin agua. Lugar en el que con un trabajo ímprobo y la colaboración de muchos erigirían uno de los templos de la danza española, L’animal a l’esquena, que hoy es su casa y la de tantos bailarines y creadores que encuentran allí lo que el Estado no ha sabido instaurar en sus instituciones: formación, encuentro, libertad y apoyo a la creación.
La pieza llega tras dos trabajos corales, Inventions y Highlands, dos obras con más de 20 personas en escena que supusieron el cierre de su ciclo dedicado al músico Johann Sebastian Bach que contienen los elementos que son el basamento de esta compañía. Esos pilares con una carga poética contundente y la inclusión de la imagen, la música y de textos de pensamiento poético y político que, en este caso, son de tres de los referentes de la compañía: John Berger, el poeta italiano Erri de Luca y el cantante Nick Cave.
Pero uno de los atractivos de la pieza que ahora presentan en Madrid es poder ver bailar de nuevo a María Muñoz sola, centrada en su cuerpo, algo que en otros 'duetos' no se solía dar tanto. “Normalmente en los trabajos a dos que hemos hecho buscábamos juntos. En esta ocasión, hemos cambiado el juego”, explica Muñoz sobre esta obra en que la primera parte está centrada en ella, luego en Ramis y finalmente en el encuentro de ambos. “Se habla de Mal Pelo como una unidad, pero somos dos personas completamente diferentes. Nuestras herramientas y puntos de vista son muy disímiles. En todos estos años juntos ha habido que aprender a saber respetar al otro, a comprender las propuestas del otro y saber de qué manera puedes incluirte en ellas sin imponerse. Ahora teníamos la necesidad de dar mayor tiempo a la búsqueda individual de cada uno”, afirma Muñoz.
De María Muñoz sorprende que no hay mucha literatura escrita. Sí es cierto que se ha escrito bien sobre Mal Pelo, extraña que no se haya puesto el foco en el misterio y el alcance de esta bailarina. Al preguntarle con qué cuerpo se ha encontrado en el proceso de creación de la pieza, Muñoz afirma que ha podido ir definiendo los “motores esenciales” de su movimiento, “aquellos que permanecen a pesar de que el cuerpo vaya teniendo cada vez más limitaciones”. “El momento álgido donde tienes las herramientas, el equilibrio y la energía, que es cuando tienes 40 años, ya pasó. Ahora tengo una sensación muy fuerte de estar unida al inicio, a cuando yo empecé, a las cosas que yo anhelaba entonces”, explica.
Al preguntarle qué cosas son esas, Muñoz da una explicación soberbia de su baile. “Para mí siempre ha sido muy importante de qué manera vive uno la escena. La presencia entendida como un vivir en el presente en un espacio. Un espacio que está muy ligado a la concentración y la atención en donde pueda, con tranquilidad, encauzar la energía física que tengo”, cuenta esta bailarina que comenzó en el atletismo, en la disciplina de velocidad, “que no es cualquier disciplina”. Muñoz encontró en la danza una “oportunidad de canalizar esa energía vital" en un entorno que le permitía "acercar la música, la poesía o la reflexión" que no le permitía el atletismo.
A su vez, recuerda que la energía al principio de su carrera se le disparaba para todos lados, algo que atentaba contra la forma. Con los años, afirma, pudo “sostener ese caballo” a través de “la escucha interior y la escucha del espacio que te rodea cuando bailas”, dice. “Otro elemento que está bien presente son las manos; para mí son fundamentales, me obsesionaron desde que comencé a bailar. Las manos y todo el plexo solar. Las manos son tantas cosas, son esenciales para la precisión del movimiento porque las utilizas como un soporte del espacio, pero al mismo tiempo son fuente de significación continua”, concluye.
La explicación de la bailarina, ese equilibrio entre potencia y precisión, esa escucha del propio cuerpo y de lo que le rodea, es una descripción bastante esencial del movimiento de esta valenciana que tuvo que vencer una gran timidez para que su danza fuera desinhibiéndose. “Tenía casi fobia a que me mirasen”, confiesa. El baile de Muñoz es todo tensión al mismo tiempo que equilibrio preciso y conquistado. Muñoz ya no es la bestia que en 2002 dio a luz una de las piezas esenciales del contemporáneo, Atrás los ojos. Lo sabe y por eso busca ahora la esencia de su movimiento.
La trayectoria de María Muñoz es larga. Todo comenzó en aquellas tardes de los años setenta, siendo una adolescente y acompañando a una amiga a ver cómo daba clases en Valencia con Olga Poliakoff, a ella no la dejaban, y viendo el teatro y danza que llegaba a la Sala Escalante donde recuerda el Flowers de Lindsay Kemp. Luego llegaron sus primeros años con Ananda Dansa, su admiración por Sylvie Guillem (la primera bailarina de la Ópera de París en los años ochenta), la necesidad de salir fuera y conocer técnicas ausentes en España como la improvisación, el contact o a maestros como Merce Cunningham.
Allí, en Ámsterdam, recibió clases con Shusaku Takeuchi con quien acabó bailando en 1982. La danza de Muñoz, sin ser danza butoh, tiene esa alteridad y concentración que pone en consciencia máxima al cuerpo. “Recuerdo que en un ensayo nos dijeron que teníamos que recorrer la sala, pero había que cruzarla empleando una hora, a mí que venía con esa energía desbordada. Aquel montaje fue una escuela, exigente, de ejercicios muy demandantes y que te desnudaban, pero también de vida, de girar, de mucha furgoneta”, recuerda Muñoz.
Luego llegó la decisión de volver a España, los inicios con María Antonia Oliver y la formación de la compañía La Dux, el encuentro fundamental con otras coreógrafas que iban volviendo o yéndose al extranjero en los ochenta como La Ribot o Mónica Valenciano. Pero todo eso es ya historia.
La conversación con María Muñoz se alarga. Habla preciso; se apoya, como en la escena, en sus manos, en sus brazos que parecen que bailan al hablar. Remarca el peso de lo político en su trabajo, lo importante que es cómo relacionarse con el tejido profesional y cultural, del posicionamiento que uno toma, de lo que significa para ella L’animal a l’esquena, el centro coreográfico que abrieron hace ya 22 años y que ahora junto con otros espacios como Azala en el País Vaco o A casa Vella en Galicia, son ese tejido inexistente en este país donde todavía no existe un centro nacional dedicado a la danza contemporánea. “A estas alturas una tiende a pensar que para qué, ya, tan tarde”, reflexiona. Y en el fondo de la conversación sigue quedando sin explicar el misterio de lo que esta bailarina es capaz de invocar en escena, algo que se escapa a la letra impresa y que sigue siendo monopolio de la escena.