Era uno de los estrenos más esperados de la temporada después de La voluntad de creer, obra que ha recorrido toda España y con la que el director argentino ganó el premio gordo de los Max de teatro, el de Mejor Obra. Los gestos es otra cosa. Quizá decepcione a algunos esta propuesta que si bien comienza como un teatro de situación y con actores bien queridos por el público pronto se vuelve otra cosa. Messiez, como hace dos años con Cuerpo de baile, no se permite el apoltronamiento y busca desmontar códigos que permitan otro teatro. Pero si en aquel montaje donde predominaba la danza el código era más claro, en Los gestos la confusión ante lo que parece una obra de actores, donde hay una historia que desentrañar, puede adueñarse del espectador en un comienzo.
Estamos en Roma, en un local abandonado con un gran ventanal donde se ve una panorámica de la ciudad eterna. Por él pululan personajes, un insoportable director admirador de Pasolini (Emilio Tomé), una actriz diva y fulgurante, Topazia, que dice que ha heredado el espacio (Fernanda Orazi), un joven pianista recién contratado (Manuel Egozkue) y un enigmático ser que no sabemos si es un pezzente, un mendigo o un poeta maldito (Nacho Sánchez). En el fondo vemos una mujer mayor a la que llaman la bailarina vieja, callada, ausente a todo lo que pasa (Elena Córdoba). Hay entradas y salidas, el director intenta ensayar con Topazia los gestos de la diva italiana Mina, se repiten los gestos, nada le sirve, le hace repetir la escena de manera continua.
El espectador intenta situarse, entender cuál es la situación dramática. Pero Messiez ya ha avisado en la primera escena cuando le hace decir a Topazia: “No me hagas explicar todo como si fuera una obrita de las tuyas”. “No hay nada que entender”, dirá la bailarina vieja al final de la obra. La apuesta del montaje va por otro lado. La trama es una excusa, incluso una trampa de la que hay que poder salir. Los gestos es eso mismo, la escenificación de un creador intentando escapar de un corsé que domina como ha demostrado en obras donde hay un manejo más que sobrado del tempo de escritura, de la intriga, de la palabra poética y la tensión dramática.
Los gestos es un laboratorio vivo de cómo salir de ahí a través del cuerpo, el ritmo y el manejo de la intensidad escénica. “Lo que estoy buscando es poder hacer una obra que necesite de un público que pueda verla sin preocuparse por las ideas que allí se exponen en términos de texto o situación. La mayoría de obras empiezan a pensarse por el tema, por temas que se supone importan, de los que se supone hay que hablar. El pintor Francis Bacon afirma que es horrible que el tema hable más fuerte que la pintura refiriéndose a la escuela realista, yo creo que es horrible que el tema hable más alto que la experiencia teatral. El teatro no tiene que servir para encontrar el modo de satisfacer la confirmación de tu moral. Si piensas el teatro a través de los contenidos es como quitarle la harina al pan, es como usar un libro de posavasos”, comienza a explicar el director argentino a este periódico.
Al poco de comenzar la obra, cuando el espectador comienza a sentir que aquella situación es rara, que no va como los cánones de la razón estipulan que una trama puede darse, de repente comienza a sonar Vorrei che fosse amore de la cantante italiana Mina. Desde el fondo izquierdo de la escena surge la bailarina vieja, Elena Córdoba, que hará la diagonal completa del espacio, resignificando el gesto de la diva, apropiándoselo. El momento, por ejecución y contraste, rompe la pieza y clama de forma nítida la victoria del cuerpo. Atrás queda la verborrea del director de teatro, los intentos representativos de Topazia.
“Para salir de la dictadura de lo ideológico lo que propone esta obra es que es quizá a través del cuerpo que puede llegar ese cambio. Emilio Tomé cita a Pasolini en un momento, 'un cuerpo es revolucionario porque representa lo incodificable', dice. Creo que es en nuestros cuerpos, aún tan codificados por la cultura, donde podremos encontrar un pequeño temblor en la carne todavía no atrapado”, concluye. A partir de ahí, la obra irá desarrollándose, evolucionando. Veremos a Messiez ir enlazando una historia desde el azar del presente, de su viaje a Roma, de las canciones que escucha. Donde se crea desde la escena con oídos abiertos a todo lo que en ella pasa. Ejemplo de esto último es una hermosa parte sonora realizada con el sonido de los focos al calentarse que acaba convertida en pura sinfonía.
Y a lo largo de la obra entenderemos que ese remedo de poeta y vagabundo interpretado por Nacho Sánchez es en cierta medida un remedo del autor que hace poco viajó a Italia. Pero, en realidad, lo que el espectador se llevará del teatro en su córtex cerebral grabado serán los brazos inacabables de este actor, sus brazos y dedos extendiéndose por primera vez, la oportunidad de ver a un actor descubriendo su cuerpo, mostrándonoslo.
También entenderemos que hay un intento de relacionar la estructura de la obra con la película de Pasolini Teorema, incluso se nos mostrará un pequeño fragmento del filme. Pero en cambio, lo que quedará en el patio de butacas es el pensamiento del italiano, lo inane del acto de querer parecérsele y la verdad de una buena paliza. Las únicas palabras verdaderas dichas por el director interpretado por Tomé en escena llegarán tras la paliza que le da el joven pianista, cansado de tocar y no cobrar. Un homenaje al italiano recordando su violenta muerte y que sirve al mismo tiempo para afirmar que las palabras no surgen de las almas, sino de los cuerpos doloridos, del sufrimiento del temblor de la carne.
La obra de Messiez no es críptica. Sino que la razón, el sentido lógico ante la cámara escénica que solemos aplicar, no está presente del mismo modo, está voluntariamente dislocado. Messiez inaugura con esta pieza su teatro dislocado, un teatro donde continua el actor, donde está presente el texto, donde el argumento planea, pero donde el foco está en un ritmo que va dibujando texturas de diferente intensidad en la que los actores van colectivamente navegando. Quizá el cuadro esté todavía difuso, quizá le falten funciones para que cobre fortaleza, quizá queden todavía pasos al frente que dar, desembarazos de un aparato ?el teatral, textual y representativo?, que todavía entorpece, que lastra o que no ha cogido su sitio.
Al preguntarle si podría negar que esta obra es más difícil para el público, Messiez se sincera: “Mentiría si digo que no. Me encantaría negarla, que estuviéramos todos en ese estado de evolución de poder aceptar con relajo otros modos donde el movimiento, el color y la forma sea tan importantes como las ideas. Pero creo que la obra es clara, dice al espectador lo que hay, es honesta. Yo mismo caigo en la trampa y le doy un monólogo a Orazi que traiciona un poco la obra”, dice Messiez sobre un texto hilarante que la actriz argentina borda y que versa sobre la ignominia de los políticos ante el arte. Un monologo en que la actriz acaba diciendo: “Qué hace este monólogo acá (…) ¿Qué mierda es esta? ¿Teatro reivindicativo? Yo esto no lo digo más, eh. Mañana no lo digo. Me pego un tiro en la concha antes de hacer teatro reivindicativo”.
El director argentino concluye diciendo: “Tenía ganas de que eso se dijera en el CDN, todavía no estoy lo suficientemente evolucionado, pero en la próxima van a flipar”. Messiez ya está barruntando nueva obra en la que dice pondrá el foco en el sonido y trabajará con Óscar G. Villegas que en este montaje se encarga del espacio sonoro. Antes, podremos verlo como actor en el estreno de la nueva obra de Denise Despeyroux en el CDN, Misericordia.