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Cancelación del futuro y alt-right
Una sinceridad absoluta era su rasgo distintivo (...) con su afirmación de los derechos del individuo y su condenación de toda hipocresía no era más que un primer paso hacia un tipo de hombres y mujeres que, siendo igualmente libres, viven para hacer progresar una gran causa”.

Fue una revuelta generacional que, bajo la bandera de la rebeldía del individuo, combatió la tiranía del Zar y el despotismo doméstico, además de promover la emancipación femenina. Las jóvenes con lentes y gorra redonda garibaldina se las apañaron para crear instituciones de instrucción y formaron sociedades de traductoras, editoras, impresoras y encuadernadoras. Ante la negativa del zarismo a admitir mujeres en las universidades, fueron a estudiar a Heidelberg, Berlín o a la Politécnica de Zúrich.

Cien años después, la década de 1960 marcó otra revuelta generacional en combate contra el convencionalismo y la hipocresía de sus mayores. Son años que los J. D. Vance y las trad-wives quieren sepultar presentándolos como una especie de Cafarnaúm apocalíptico. Toni Morrison, la fallecida premio Nobel de Literatura, escribía en La Fuente de la Autoestima (Lumen, 2020): “Matar la década de los sesenta, transformarla en una aberración, una enfermedad exótica plagada de exceso, droga y desobediencia tiene como objetivo enterrar sus rasgos definitorios: la emancipación, la generosidad, la conciencia política profunda, y la sensación de vivir en una sociedad compartida y con una responsabilidad mutua”. Si lo que importa es el relato, no hay nada más importante que adueñarse del pasado, sobre todo del que todavía está vivo y coleando.

En esas dos revueltas juveniles, separadas por cien años, operaba como un substrato la conciencia de que había un fin por perseguir y de que lo mejor estaba por venir. Un sueño de redención humana. “Un jour tout sera bien, voilà notre espérance” (Voltaire). El tiempo era una dimensión abierta alimentada por la esperanza. Se trataba, ciertamente, de una teología progresista. Ernst Bloch y Jürgen Moltmann lo tematizaron así de modo expreso. Una total racionalización de la existencia ni es posible, ni deseable. El árbol sagrado siempre produce frutos. La cuestión es si se trata de frutos dulces o amargos.

Una muy distinta política del tiempo es la que tenemos ante nuestros ojos. Si algo caracteriza a nuestra época es la cancelación del futuro y la merma de las expectativas. La idea de progreso social ha sido erradicada con furia. Es más, las redes expulsan de su ámbito la conciencia histórica y alimentan una ilusión de presente sin pasado ni futuro, un Nunc Stans, como si el tiempo estuviera suspendido en la nube. La única teología que queda es la tecnológica y aun esa se presenta generalmente en la imaginación de nuestro tiempo bajo el aspecto de la distopía.

Sí. Hemos visto un enorme giro en el Espíritu del Tiempo, para ponernos hegelianos. El movimiento obrero, que marcó la Historia entre mediados del XIX y fines del XX, quedó atrás. De hecho, el capitalismo, hoy, no tiene exterior: no hay nada fuera de él. Ni en la China. Biopolítica: el derecho más conspicuo del trabajador es el de dejarse explotar más y mejor. La Ilustración, la columna vertebral que modela nuestras sociedades, está en crisis, substituida por el ruido y la furia de las redes y la planicie de la cultura mainstream, banal y enemiga de la complejidad. Esa desaparición del futuro como Novum hace que el pesimismo, como estado de ánimo fundamental, coma el horizonte, cree pavor y alimente el caos.

De hecho, a esas dos generaciones progresistas les podemos contraponer dos generaciones reaccionarias: las de entreguerras del pasado siglo y la que tenemos ante nuestros ojos. Y tanto la floración conservadora de hace cien años como la de la Alt-Right de hoy tienen su centro en lo que Roger Griffin ha denominado “nacionalismo pangenésico”. Nada describe mejor el sentimiento que les anima que el título del libro de Oswald Spengler La decadencia de Occidente. La ansiedad de la pérdida del objeto. Fuese la intelectualidad fascista francesa -los Céline y Drieu la Rochelle- que había sido precedida en esa visión por Maurras y la gente de “Action Française”.

Fuesen los protagonistas de la revolución conservadora alemana, los Jünger, Carl Schmitt y Martin Heidegger, o se tratase del esotérico italiano Julius Evola –uno de los referentes de Alexander Duguin- todos ellos estaban animados por la noción de decadencia. En España, por supuesto, la crisis del 98 y la pérdida del Imperio animó similar espíritu, que renace hoy en Elvira Roca, pero también de modos más sofisticado y aparente en libros como “Madrid DF” de Fernando Caballero que virtualmente contempla en la actual Ciudad Global una reencarnación de Felipe II y la etapa imperial o afirma que el anticlericalismo liberal descabezó en el siglo XIX a la intelligentsia española –a los clérigos y los centros de enseñanza religiosos.

Y frente a la decadencia, la política del tiempo de la Alt-Right consiste en la restauración del pasado. MAGA: hacer América grande otra vez. “Volver a la edad de oro”, ha dicho Trump. Lo mismo vale para Francia. O Rusia. O España. Por todas partes lo que vuelve a resonar es la idea de que hubo un pasado mejor que hay que volver a revivir, no necesariamente bajo la forma de un neotradicionalismo. El apogeo de la técnica puede ser otra forma de expresión de la Nueva Derecha, como ya lo fue hace un siglo y hoy se encarna en los Musk y Thiel, auténticos plutócratas rusos en los USA. Existe un hilo conductor entre el futurismo fascista italiano o la frase de Heidegger de 1935 acerca del nazismo “como el encuentro de la técnica determinada planetariamente y del hombre moderno” y el mesianismo tecnológico de ambos.

Por lo demás, no es extraño que esa nueva extrema derecha, que no tiene empacho en restaurar la religión, la familia y la nación como ejes de una ingeniería social ultraconservadora, y en cargar contra el feminismo y el derecho al aborto, tome por enemigo lo woke. Y que su gran caballo de batalla sea demonizar la inmigración y abjurar del pluralismo de identidades.

Si, en un nuevo avatar de la pureza de la raza y del proyecto eugenésico, lo que se pretende es restaurar una imaginaria identidad étnica alemana, francesa, española, o la que fuere, nada hay más nocivo que toda muestra de diversidad. El fantasma del “Gran Reemplazo” agitado por Houellebecq y la angustia inducida ante lo que se percibe como la posibilidad del declive de la civilización europea no son nada que no se hubiera visto hace cien años. Simplemente los africanos y musulmanes han sustituido a los judíos como objeto de odio.

En realidad, no hay base empírica para sostener tal cosa: en conjunto, contra la percepción más extendida, la emigración no está descontrolada, por más que España haya pasado de ser país exportador de gente a país receptor. Lo que, por otro lado, denota un éxito económico. Pero el pánico inducido, y la manipulación de profundos temores tribales, es muy rentable para el éxito de políticas de la brutalidad. Visto a distancia, es sorprendente considerar lo poco que ha cambiado el discurso de la ultraderecha en el transcurso del tiempo.

Sucede, sin embargo, que es difícil que esta regresión tenga éxito porque el mundo es muy diferente a lo que fue hace cien años. Más que la arrogancia, convendrían la modestia y la humildad para evitar males mayores. Argumentar que Occidente ya no es el que era, ni va a volver a serlo, dado que carece del poder omnímodo que poseía en el pasado, y que, por lo tanto, estamos asistiendo a una reconfiguración del mundo (y que esa reconfiguración lleva aparejada su redefinición) tal vez no tendría mucho éxito. Pero hay que recordar que el siglo XX fue el de las descolonizaciones: que son otros los equilibrios del poder y que el ensimismamiento y repliegue de nuestras sociedades no conduce a nada positivo.

A la posibilidad del progreso le sucede el intento de la regresión, que nos acerca más a la catástrofe. Pero, por cierto, imperando como imperan la banalidad, el convencionalismo, el egoísmo, la mentira y la superficialidad –esa aspiración de maquillaje infinito: ser un Cayetano, tener un Lambo, comer en Dabiz Muñoz y revolcarse en la propia tontería–, no sería raro que en algún momento las nuevas generaciones se hartasen de tanta estulticia de hombres y mujeres huecos y sin atributos para demandar un poco, sólo un poco, de autenticidad y generosidad. También pueden abrirse las flores en invierno.

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