La historia de la humanidad, la historia de la civilización, es un camino larguísimo para salir de la “ley de la selva” al “imperio de la ley”. Pero no es un camino recto y siempre en progreso. En demasiadas ocasiones, se convierte en la “ley del más fuerte”. El Donald Trump de su segundo mandato apunta en esa dirección, especialmente en lo que se refiere al orden mundial, a las relaciones exteriores políticas, económicas, comerciales o culturales.
La historia de España está plagada de episodios grandes, medianos y pequeños cuya pretensión última era sustituir el “imperio de la ley” por la “ley del más fuerte”. Golpes de Estado, pronunciamientos, insurrecciones, rebeliones, sublevaciones, motines, asonadas…
Hace unos meses, en un acto público, tras proclamar solemne que el presidente Pedro Sánchez es “un peligro para la democracia”, el presidente (de 1996 a 2004) José María Aznar hizo esta reflexión en voz alta: “¿Qué se puede hacer? Pues el que pueda hablar, que hable. El que pueda hacer, que haga. El que pueda aportar, que aporte. El que se pueda mover, que se mueva. El que pueda intentar...”. Llamarle a aquello “pronunciamiento” sería excesivo, quizás fue solo una “proclama”. Quizás también sea excesivo llamarle “golpe de Estado judicial” a lo que estamos viendo últimamente en algunos juzgados y tribunales. Quizás esto último solo sea por ahora un lawfare inflamado, espoleado, venido arriba.
Pero sí, da la impresión de que algo hay. Da la impresión de que entre nosotros se está extendiendo mucho una ley nada justa, la “ley del embudo”; de que se está cumpliendo al aforismo del pensador polaco Stanislaw Lec que dice: “Todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla”; y de que en algunos juzgados y tribunales no rige el “imperio de la ley” sino la “ley del más fuerte”, la voluntad del propio juez.