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Mario Vargas Llosa, el genio literario por encima de todo
También le reconocía, en la entrevista que le hizo en 1972, “una radical curiosidad, un profundísimo interés, una continuada obsesión por saber cómo va la humanidad […] es un observador apasionado de las cosas de la vida”. El que ella fuera hija del movimiento estudiantil de los años sesenta y de la segunda ola del feminismo no le impedía aplaudir –y disfrutar– su enorme genio literario. Cada uno representaba una época, una forma de mirar; pero compartían el lenguaje de la literatura.

Sucede a menudo que un escritor, sobre todo a medida que se va haciendo mayor, se hace extraño a las generaciones posteriores, que pueden rechazarlo, a veces sin haberlo leído apenas, por puros prejuicios, más si cabe cuando, además de firmar libros, el autor cuenta con cierto estatus mediático. Es el caso de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936-Lima, 2025), fallecido este domingo 13 de abril a los 89 años, que se granjeó no pocas antipatías por la rotundidad de sus posturas políticas conservadoras o su rechazo de ciertos aspectos de la perspectiva de género. Con todo, quien siente el latido de la literatura no puede ignorar sus obras maestras (en plural), del mismo modo que quien defiende la libertad de expresión y de pensamiento no puede censurar su valentía. Al contrario, hará bien en leerlo. En aprender, como Montserrat Roig de Josep Pla, a ordenar mejor las palabras.

“Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida”, dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en 2010. Un reconocimiento a su maestro de escuela y a las novelas de aventuras que despertaron la imaginación de aquel niño de clase media, criado por su familia materna tras la separación de sus padres, meses antes de su nacimiento. Hijo único, el clan se trasladó a Bolivia cuando él apenas tenía un año; allí aprendió a leer. Más tarde volvieron a Perú. Por entonces ya era un lector voraz y un escritor en ciernes, que, como en el fanfic contemporáneo, escribía continuaciones de sus lecturas preferidas para no decirles adiós del todo.

Estaba decidido: tarde o temprano sería él su propio demiurgo. Se dedicaría a escribir, a narrar las historias que le sugería el mundo y a estudiar a fondo a los autores que más le inspiraban. No perdió el tiempo: en 1963, deslumbró el mercado hispanoamericano con La ciudad y los perros, una novela escrita en Francia y publicada en España que recibió el Premio Biblioteca Breve cuando este galardón todavía significaban algo, y el Premio de la Crítica de España. Todo esto, siendo un peruano desconocido que aún no había cumplido los treinta.

Aquello era solo el principio de una gran carrera, de un largo y nutrido camino en el que se sucederían obras y reconocimientos, en el que cabe destacar asimismo novelas como La casa verde (1966; Premio Rómulo Gallegos y Premio Nacional de Cultura de Perú), Conversación en la Catedral (1969), La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000), entre otras. Como muchos autores latinoamericanos, tenía oído para las voces de la calle, era un soberbio narrador de la realidad cotidiana, de lo íntimo y lo social, de las pulsiones y las humoradas. Sin olvidar, claro está, el revestimiento político e intelectual que cada contexto entraña.

Todo ello, cimentado en un armazón literario sofisticado; desde el comienzo tuvo claro que la literatura era mucho más que un juego. Sus referentes iban de escritores del boom como Gabriel García Márquez, a quien dedicó su tesis doctoral –y con quien protagonizó más adelante una acalorada polémica–, a autores en otras lenguas, como William Faulkner y, en particular, los franceses. En este sentido, brilló con ensayos como La orgía perpetua (1975), sobre Madame Bovary, de su muy admirado Gustave Flaubert. Y, como Rainer Maria Rilke, transmitió su legado para narradores incipientes en Cartas a un joven novelista (1997).

Fotografía de archivo, tomada en junio de 1973, del escritor peruano Mario Vargas Llosa,  en Madrid (España). EFE. Fotografía de archivo, tomada en junio de 1973, del escritor peruano Mario Vargas Llosa, en Madrid (España). EFE.

Mantuvo la curiosidad a lo largo de los años: durante el confinamiento, leyó de cabo a rabo los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, que analiza en La mirada quieta (2022). En diciembre de 2023, cuando anunció su retirada del periodismo –colaboró durante más de tres décadas con El País, entre otros periódicos y revistas de diferentes países–, estaba escribiendo un ensayo sobre Jean-Paul Sartre. Ya había advertido que su novela Le dedico mi silencio (2023), un tributo a la música criolla afroperuana, sería la última.

Como tantos coetáneos, quiso ser un escritor en una buhardilla de París; y allí vivió una temporada en su juventud. La cultura francesa, constante en su vida y obra, le agradeció su contribución al incluirlo en la prestigiosa colección La Pléiade de Gallimard, en 2016, donde comparte catálogo con André Gide, André Malraux, Marguerite Yourcenar o Milan Kundera, entre otros. En 2023 se convirtió en el primer autor con una obra en lengua extranjera en ser elegido miembro de la Real Academia Francesa, los llamados “Inmortales” (a la Real Academia Española ya pertenecía desde 1994).

Su historia, sin embargo, resulta inseparable de España, de Barcelona, sede de Seix Barral, la editorial que publicó su obra hasta finales de los ochenta. Años de esplendor para la literatura latinoamericana y de renovación del mercado cultural español, que iba dejando atrás las cadenas de la dictadura y pedía nuevas voces. Ahí fue clave su agente, Carmen Balcells, la “Mamá Grande” con fama de negociadora implacable que puso a sueldo al joven Vargas Llosa para que se volcara en la literatura (eran otros tiempos). La apuesta, sea como sea, le salió bien.

Fotografía de archivo, tomada en diciembre de 2010, del escritor peruano Mario Vargas Llosa, durante una rueda de prensa, antes de recibir el premio Nobel de Literatura, en Estocolmo (Suecia). EFE/Javier Lizón Fotografía de archivo, tomada en diciembre de 2010, del escritor peruano Mario Vargas Llosa, durante una rueda de prensa, antes de recibir el premio Nobel de Literatura, en Estocolmo (Suecia). EFE/Javier Lizón

Vivió entre Perú y España, sin desligarse nunca de los conflictos que acechaban su país de origen. Más allá de posicionarse en numerosos artículos, en 1987 y después de años de intensa actividad política fundó el partido liberal Movimiento Libertad, con el que se postuló como candidato a la presidencia en 1990, en unas elecciones que perdió frente a Alberto Fujimori. Con aquel fracaso zanjó su involucración política y regresó a Madrid. Quizá fue lo que en inglés se llama a blessing in disguise, una oportunidad en lo que de entrada parece una desgracia le permitió consagrarse, del todo y para siempre, a escribir.

De su discurso por la concesión del Nobel también fue muy apreciado por la opinión pública su reconocimiento a Patricia Llosa Urquidi, su esposa durante cincuenta años, con quien tuvo a sus tres hijos: “Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico […]. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir’”.

El matrimonio se rompió en 2015 y el escritor se convirtió, en una deriva que pocos se esperaban, en un rostro habitual de la prensa del corazón. De aquella etapa con la socialité Isabel Preysler dijo, una vez concluida, en una entrevista de 2023: “La experiencia se vivió y ya está. Ya vuelvo a estar aquí, rodeado de mis libros. […] No me arrepiento de nada, absolutamente”. El escritor no se hizo a los focos; tampoco durante aquella convivencia dejó que lo apartaran de lo importante: los libros, la literatura. Es, quizá, lo único a lo que se mantuvo fiel a lo largo de su vida, su compromiso más firme, al que entregó sus mejores energías. 

El expresidente del Gobierno José María Aznar saluda al escritor Mario Vargas Llosa durante la inauguración del seminario organizado con motivo del 80 cumpleaños del autor, 'Vargas Llosa: cultura, ideas y libertad', en Madrid, el 29/03/2016. El expresidente del Gobierno José María Aznar saluda al escritor Mario Vargas Llosa durante la inauguración del seminario organizado con motivo del 80 cumpleaños del autor, 'Vargas Llosa: cultura, ideas y libertad', en Madrid, el 29/03/2016.

En 2014, en un encuentro junto a Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte por el 50.º aniversario de Alfaguara, su editorial desde 1997, el autor de Alatriste le preguntó: “¿Cómo se siente al ser el último de los mohicanos y saber que va a apagar la luz de una época?”. Como respuesta, compartió una anécdota: “Un día iba en un avión a Canarias y una azafata me dijo que un pasajero me admiraba mucho y quería conocerme. Acepté. Él se acercó conmovido y me dijo: ‘No sabe lo importante que han sido usted y sus libros en mi vida’. Y ahí vino la cuchillada: ‘Cien años de soledad ha sido muy importante’. No me atreví a decepcionarlo y decirle que yo no era García Márquez”.

Los logros siempre se pueden poner en perspectiva. El hecho de que tuviera tan presente esta anécdota da cuenta, además, de la naturaleza insaciable de todo creador genuino; nunca siente que haya llegado, que haya concluido; sigue a lo suyo mientras el cuerpo le es amable. En tiempos de juicios rápidos y polarización, es bueno recordar que un genio como él se fragua en la perseverancia en el oficio, en la lectura atenta, en el interés por otras literaturas, otras voces. Los viajes, la sed de seguir leyendo, la mirada asombrada de aquel niño que leía a Alexandre Dumas y Jules Verne no lo abandonaron jamás.

No cerró los ojos al mundo a su alrededor, y se atrevió a alzar la voz aunque no siempre fuera bien recibida. Más que separar al autor de su obra –una obra siempre encarna el posicionamiento de su creador frente a su realidad, su contexto–, se trata de priorizar lo fundamental, no dejar que la hipotética diferencia ciegue, adormezca, porque se perdería algo valioso y enriquecedor. Y lo fundamental en él es su obra, un clásico de las letras españolas e internacionales que perdurará. Mario Vargas Llosa hizo de la literatura su asidero, pero escribió sin renunciar a la vida. Más que vivir para escribir, como los poetas trágicos, él escribió viviendo, libre y obstinado hasta el final.

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