El modelo capitalista de sobreacumulación apuesta por la amenaza y la fuerza para acceder a recursos naturales ajenos y también para hacer de la guerra y la represión un negocio: Palestina es un ejemplo
El mandatario contra el que pesa una orden de arresto internacional por crímenes de guerra y de lesa humanidad, Benjamin Netanyahu, será el primer invitado de honor del presidente de EEUU en la Casa Blanca, este próximo martes. La orden contra el primer ministro israelí, emitida por el Tribunal Penal Internacional, ha sido rechazada públicamente por Washington, pero también cuestionada por varios países europeos, a pesar de que todas las naciones de Europa forman parte del Estatuto de Roma y, por tanto, están obligadas a respetar y cumplir el mandato de la Corte de La Haya.
Esto ilustra bien la situación del escenario global. El liderazgo occidental se presenta a sí mismo como excelente garante de la democracia, de los derechos y las libertades, pero no ejerce como tal. Asumir que esto solo se debe al regreso de Donald Trump es renunciar a un análisis con todos los hechos sobre la mesa. Nada empieza hoy.
En un planeta con más de ocho mil millones de habitantes se desarrolla una competición por el control de más recursos naturales y más espacios de mercado. Dentro de esa dinámica, en la que se enmarca la guerra comercial entre Washington y China, Europa queda atrapada por los intereses de su aliado estadounidense.
En la carrera por la acumulación de recursos y por la búsqueda de más negocio todo es sacrificable: los aliados, la imagen, la credibilidad, los derechos de amplios sectores de la población mundial y la salud del planeta. En vez de imaginar modelos equitativos con más respeto mutuo entre Estados, más derecho internacional, más derechos humanos, el empeño en la acumulación origina nuevas burbujas, especulación financiera y una apuesta por el negocio de la guerra como salida de mercado.
Tal y como indica el sociólogo William I. Robinson, la “crisis de sobreacumulación por las grandes empresas transnacionales” conduce a una apuesta por la industria del control coercitivo en todas sus formas: guerras de baja y alta intensidad, guerra contra la migración, contra las drogas, en las fronteras, control policial global, vigilancia tecnológica y masas señaladas como “población sobrante” contra las que aplicar ese negocio.
Cuando Trump anuncia deportaciones de migrantes colombianos hace política a través de discursos racistas y deshumanizadores y, además, busca negocio. La construcción de muros más altos y vallas más dañinas, el despliegue de instrumentos de vigilancia y de represión forman parte de una lucrativa industria, en la que las empresas “de seguridad” obtienen suculentos contratos. Para justificar el gasto hay que estigmatizar y criminalizar a las personas migrantes, que son explotadas, perseguidas, esposadas, maltratadas y expulsadas.
El nuevo presidente estadounidense busca ampliar su capacidad de control de mercado en los territorios cercanos a Estados Unidos -Canadá, Groenlandia, México, Colombia, Panamá, etc- y, a su vez, dar salida a la industria de la represión como una pata fundamental de su economía.
En la carrera por más recursos naturales, sobreacumulación y negocios todo es sacrificable, incluso los aliados
La huida hacia delante es tal que los multimillonarios de Trump disfrutan con el relato de la carrera espacial, el sueño dorado de una escapatoria exclusiva para la elite privilegiada que aspira a huir y empezar de nuevo mientras las grandes masas se quedan en un planeta explotado, maltratado y exprimido hasta la última gota.
“Creo que el espacio es en realidad una especie de metáfora torpe de lo que están haciendo aquí abajo, que es construir sus trampillas de escape”, señalaba la pensadora Naomi Klein esta semana en una conversación con el periodista Mehdi Hassam, quien añadía, sobre la elite trumpista que se siente elegida para un destino superior: “No les importa lo que suceda a largo plazo porque, como dices, han descartado el planeta, han descartado a la sociedad. Lo único que importa es el resultado final”.
En los circuitos de ese poder transnacional de gigantescos beneficios no hay plan a largo plazo. El proyecto a corto plazo es más acumulación y enriquecimiento para unos pocos a costa de la explotación de muchos, e incluso de la represión contra bolsas de población considerada “sobrante” o dominable, sobre todo si vive sobre suelo rico en recursos energéticos, minerales críticos o tierras raras.
La falta de redistribución de riqueza condena a 1.300 millones de personas a empleos precarios, a más de 2.000 millones a la economía informal y a un número indeterminado a situaciones de semiesclavitud, sin derechos. Sobre estos sectores se aplica el negocio de la represión y del control.
Gaza como laboratorioEl caso palestino es representativo en este sentido. Israel amplía su ocupación ilegal a través de un sistema de apartheid que excluye, desplaza y ataca a los palestinos. Con ello se garantiza el control de más territorio ajeno sin tener que asumir como población propia a los palestinos. Pero además de garantizar la mayoría judía, el Estado israelí extrae recursos naturales de tierras que ocupa ilegalmente, donde extiende el negocio de la construcción, del militarismo y de la alta tecnología contra civiles, con programas de inteligencia artificial para bombardear de forma masiva.
El proceso militar de control coercitivo y el genocidio constituyen en sí mismo negocios lucrativos para multitud de empresas, no solo israelíes. Al igual que con la guerra de Ucrania, las grandes compañías armamentísticas subieron en los mercados bursátiles y acumulan importantes beneficios. La represión, en todas sus variantes, da salida a la economía. Ahora Trump pide a los países de la OTAN aumentar otra vez el gasto militar, y cuenta para ello con gobiernos aliados dispuestos a comprarle el argumento, así como con el apoyo del secretario general de la Alianza Atlántica.
La matanza en Gaza y el bloqueo sistemático a la entrada de ayuda, al igual que ahora los ataques israelíes contra población palestina en Cisjordania, han sido posibles gracias al apoyo diplomático y militar del Gobierno Biden y a la complicidad de aliados europeos, que mantienen sus relaciones con Israel y no han adoptado las medidas de presión solicitadas por la Corte Internacional de Justicia y la ONU.
De este modo han aceptado un marco de impunidad, en el que no les resultará sencillo exigir el cumplimiento del derecho internacional para sus intereses.
Benjamin Netanyahu, primer ministro israelíGaza es un laboratorio donde se prueba hasta dónde se puede llegar: es una demostración del modelo de dominación
Por todo ello la cuestión palestina se ha convertido en un caso paradigmático. Gaza es un laboratorio donde se prueba ver hasta dónde se puede llegar. Es una demostración de las dinámicas de dominación. Lo entendió bien hace un año el presidente colombiano, Gustavo Petro, cuando escribió que, ante el genocidio en la Franja, “las campanas doblan por todos los pueblos del sur, por la humanidad”. El mensaje que se envía es: “Si ustedes no obedecen, los trataremos como a los palestinos de Gaza”.
Las imposiciones de Trump en sus dos primeras semanas de mandato, sus aranceles, sus declaraciones lanzando órdagos y amenazas, sus deportaciones y el maltrato a personas migrantes, forman parte de la apuesta por la normalización de la fuerza. Por eso son importantes las respuestas de México y Colombia defendiendo su soberanía y los derechos de sus poblaciones. Y por eso, también, las consecuencias de la impunidad israelí pueden ser tan graves. Sin una rendición de cuentas, todo vale.
El camino está despejado para la normalización del saqueo y de la exclusión, no solo contra los pueblos del sur global, no solo contra los pobres, sino en la propia Europa, donde la imposición de más gasto militar amenaza el desarrollo de políticas sociales. La dificultad creciente para acceder a una vivienda digna es un ejemplo. Todo es sacrificable en pos de la acumulación de más riqueza para una elite, a costa del despojo global.
Son pocos los países que intentan poner freno a estas dinámicas. Los pasos inéditos dados en los tribunales internaciones en contra de los crímenes israelíes dan herramientas a los Estados, pero la mayoría mira hacia otro lado. El Grupo de La Haya, fundado este viernes por nueve naciones, nace precisamente con la intención de revertir esta impunidad y de coordinar acciones frente a las violaciones israelíes. Sin medidas de presión y sin aplicación de la ley internacional el genocidio de Gaza puede despejar el camino a otros abusos y genocidios, como insiste la relatora de la ONU para Palestina, Francesca Albanese.
“Una forma de genocidio es eliminar físicamente a la población. Pero la otra forma es simplemente encerrar y no dejar salir a masas que ya no tienen cómo sobrevivir de un día para otro”, recuerda William I. Robinson, en un momento en el que la población migrante es el chivo expiatorio sobre el que se descargan responsabilidades, odios y culpas en diferentes partes del mundo, y en el que hay gobiernos dispuestos a ampliar ese desprecio contra más sectores.
Por todo ello, el regreso a pie de miles y miles de palestinos desde el sur de Gaza hasta el norte, tras quince meses de aplastamiento, perturba y desafía la agenda global dispuesta a convertir poblaciones enteras en desechables y sin derechos. “Si un genocidio no ha logrado expulsar a dos millones de palestinos de Gaza, he aquí la lección: no se van a ir a ningún sitio”, afirma Albanese. La mayoría de las familias que regresan han perdido sus casas, pero están dispuestas a levantarlas de nuevo “con las manos, si hace falta”, como me decía esta semana una mujer por teléfono.
Hay en esa reivindicación de la población palestina un mensaje contundente a quienes defienden racismo, exclusión y saqueo como modelo de dominación y de negocio global. Por eso Gaza es un punto de inflexión y nuestro presente universal.