Crecí con los combates que echaban por televisión, a la noche, cuando mi viejo y yo nos sentábamos en el sofá tapizado de escay, y los púgiles que aparecían en la pantalla llevaban nombres tan sonoros como significativos: Urtain, Perico Fernández, Carlos Monzón, o ese otro de bigotes y jeta de mongol que había sido bautizado como Dum Dum Pacheco.
Eran tiempos en los que boxear era una manera de escribir, una actitud ante la vida donde el único golpe a encajar era el del dinero tras cobrar la crónica. Por entonces yo era un micurria que leía las crónicas de Manuel Alcántara, de Fernando Vadillo y de Julio César Iglesias.