Encontrar una comedia en un festival de cine es una rareza. Parece que solo caben los dramas y las voces engoladas. Por eso, cuando llegan, entran solas. Son como una bocanada de aire fresco entre tanta tragedia. Si encima la risa viene acompañada de algo más, de una mirada del mundo, de una crítica política o de una simple emoción sincera, la experiencia se convierte en catártica y liberadora. Que se lo digan a Ruben Östlund, que el año pasado con su sátira El triángulo de la tristeza provocó carcajadas en la sala antes de llevarse la segunda Palma de Oro por encima de propuestas que, a priori, parecían más premiables.
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