Alana espera sentada en los escalones que levantan la explanada de la plaza de los Luna. Tiene la mirada fija en el final de su perspectiva, así que debe de estar viendo pasar el tránsito de la Gran Vía madrileña. Pero no mueve los ojos, así que quizá está viendo sin mirar, a saber qué estará pensando. Antes de que repare en mí, me fijo en su vestido gótico, largo y negro, en sus botas fuertes, en la pequeña mochila que lleva colgada a la espalda.
Se levanta y caminamos a la deriva por estas calles en cuesta, en forma de una cuadrícula que hubiera sido dibujada con los ojos cerrados, y que se esconden detrás de este lado de la Gran Vía.