La escena es una gran plaza de toros; en el centro del albero entra Angélica Liddell, sola, sentada, con una mesa y una silla, con una copa de vino y unas cuchillas. Se infringe unos pequeños cortes a la altura de las rodillas, comienza a sangrar y dice: “Y por si esos imbéciles son capaces de comprenderlo, dígales que el toreo es un ejercicio espiritual. ¿Quién ha dicho que hagan falta piernas para torear? Olvidarse de tener cuerpo, querer morirse, es lo único que hace falta para torear”.
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