¿Es imaginable una sala que una noche acoja una actuación de Revólver y otra, un festival de punk organizado por un colectivo libertario? ¿Sería rentable una sala de conciertos para 1.500 personas que renunciase a funcionar como discoteca? ¿Podría un local de música en vivo contratar a todos los músicos y, de paso, a técnicos de sonido, luces y personal de limpieza? ¿Sería posible que una sala de conciertos equipada para recibir artistas internacionales de primer nivel pusiera su infraestructura al servicio de entidades y vecinos del barrio?
Todas estas incógnitas y algunas más se han ido desvelando a lo largo del último año y medio en Paral.lel 62 de Barcelona, un caso insólito de sala de conciertos de titularidad pública en una gran ciudad.