Errantes, de pueblo en pueblo, iban los ciegos de entonces. Traían coplas y versos que desplegaban ante un público necesitado de historias truculentas; una manera muy saludable de dejar salir el terror que anida en el inconsciente colectivo.
Crímenes pasionales, descuartizamientos y delitos de sangre eran contados siguiendo la métrica del romance. Con la expansión de la imprenta se perdió la tradición y las historias de aquellos primeros pliegos de cordel se hicieron más prosaicas y quedaron convertidas en páginas de sucesos, pero mantuvieron su esencia en las canciones gitanas de la década de los setenta, cuando una generación crecida en los márgenes de las ciudades empezó a contar sus duquelas a ritmo de rumba eléctrica.
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