La primera vez que escuché a The Doors fue en un avión habilitado como discoteca en el Valle del Tiétar, cerca del pueblo donde nacieron mis abuelos y donde yo veraneaba por aquel entonces.
Jim Morrison llevaba muerto diez años, pero la mitología quiso que su leyenda corriese de boca en boca; el Rey Lagarto, el poeta provocador, el rockero rebelde y todos esos atributos que resultaban tan atractivos para un quinceañero como yo que, en plena canícula, se ajustaba unos pantalones de cuero y se ponía el fular al cuello para entrar en un avión plantado en un campo de cebollas, dispuesto a bailar el In a gadda da vida de los Iron Butterfly hasta la extenuación.