Cuando Lydia Koch se fue a Nueva York solamente tenía 16 años. Atrás dejó Rochester, un lugar que poco tenía que ofrecerle salvo los reiterados abusos sexuales de su padre, un vendedor de biblias que ni siquiera era creyente. Cogió un autobús y, en algún momento de 1976 llegó a una ciudad que era perfecta para ella. Como la literatura y la música formaban parte de su estrategia de contraataque y supervivencia, no le costó trabajo hallar lo que necesitaba.
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