Michel Franco es uno de esos cineastas que parece que disfrutan viendo cómo el espectador se retuerce en su butaca. Sus filmes tienen esa ambigüedad moral, esa falta de asideros de empatía que los convierten en experiencias duras, a veces rayando lo cruel. Quizás el ejemplo más explícito fuera Nuevo Orden, su distopía política que quería denunciar la polarización y la desigualdad en México (y en el mundo), pero que terminaba jugando a un extraño equilibrio demasiado perturbador.