El cine tiene siempre algo de esotérico. Como si fuera uno de los artefactos de Los Cazafantasmas, la cámara intenta atrapar algo que es inmaterial, el tiempo y el espacio. Capturar sensaciones, momentos y hasta recuerdos. Quizás por eso tantas películas parecen historias de fantasmas, porque en ellas siempre hay presencias que sobrevuelan cada historia, aunque se trate del drama más seco y austero. No hace falta rodar Poltergeist para que haya espíritus sobrevolando en una escena o en un fotograma.
La directora Joanna Hogg lo tiene claro y lo pone de manifiesto de forma explícita en su nueva película, La hija eterna, que parece una versión moderna de un cuento victoriano de Henry James con su mansión, su fantasma y su oscuridad, pero que finalmente es una reflexión sobre la maternidad y las relaciones familiares.